La ejecución de Saddam Hussein
Después de haber sometido brutalmente al pueblo de Irak a lo largo de tres décadas, Saddam Hussein -había sido condenado a muerte por haber ordenado el asesinato de 148 hombres y niños como represalia por un atentado contra su vida en la ciudad de Dujail, en 1982- murió ahorcado por sus propios conciudadanos en la madrugada del 30 de diciembre último, en la ciudad de Bagdad.
La sentencia que dos meses antes le impuso la pena capital había quedado firme hacía tan sólo cinco días, al confirmar el tribunal de apelación la condena en primera instancia.
Las crónicas sugieren que el dictador, quien en vida se caracterizó por el más absoluto despotismo, enfrentó la muerte con un aire de pasiva resignación, aunque sin evidenciar remordimiento alguno por sus crímenes contra la humanidad.
Su ejecución paralizará la marcha de otras causas judiciales que se estaban sustanciando en paralelo. Entre ellas, la que tenía que ver con la llamada "campaña de Anfal", lanzada en 1988 contra el pueblo kurdo, que costó más de cincuenta mil vidas, muchas de las cuales fueron producidas por la utilización inhumana de armas químicas, como sucedió en la ciudad de Halabja, donde sus sicarios utilizaron gas mostaza contra miles de civiles inocentes.
Saddam Hussein ya no enfrentará a quienes claman por justicia respecto de la limpieza étnica -con rasgos de genocidio- contra decenas de miles de árabes con motivo del secado de los pantanos del sur del país, algunos años después.
Tampoco deberá responder por el asesinato de chiitas y kurdos que, en 1991 y alentados por los Estados Unidos, pensaron que podían rebelarse contra él y deponerlo. Ni por el uso de armas de destrucción masiva en la dura guerra librada contra Irán, a lo largo de la década del 80.
Todos esos acontecimientos deben, no obstante, ser debidamente investigados, no sólo en razón del derecho a conocer la verdad que asiste a las víctimas de Saddam Hussein y a sus familiares, sino también para que la historia no sea mañana manipulada, como a veces sucede. También, porque la forma en que se llevó a cabo la ejecución del ex hombre fuerte de Irak ha llenado al mundo árabe de un sentimiento de cólera y humillación.
Sin embargo, su muerte probablemente no servirá para poner fin a la feroz guerra civil sectaria que se ha desatado en Irak entre sunnitas y chiitas, cuya violencia, estimulada notoriamente por el fanatismo religioso, parece haber traspuesto todos los límites.
Como históricamente había ocurrido en los casos de otros crueles tiranos, como Hitler, Mussolini, Tojo o Ceausescu, hasta el manejo de los restos mortales de Saddam está provocando toda suerte de justificadas prevenciones.
Saddam Hussein -un socialista secular que a los 22 años intentó su primer asesinato político por encargo del Partido Baath- gobernó Irak como líder tribal sin escrúpulos, alimentado por una cuota de violencia personal que jamás reconoció fronteras. Fue capaz de asesinar sin miramientos hasta a sus propios yernos. Desafiando a la comunidad internacional, invadió Kuwait en agosto de 1990, lo cual generó una reacción que, mediante una coalición internacional en la que la Argentina participó, liberó luego a ese país.
Ensañado con sus opositores, los sometió a toda suerte de torturas y asesinatos para eliminarlos. Ya en 1969, colgó en la plaza pública a decenas de sus enemigos, acusándolos de espionaje. Insaciable y desconfiado, concentró sistemáticamente todo el poder político de su país en sus propias manos. Cercenó brutalmente todas las libertades civiles y políticas de su pueblo y violó -sin contemplaciones- sus derechos humanos. Persiguió implacablemente a la mayoría chiita, a cuyos líderes torturó, mutiló y asesinó sin piedad. Sediento de poder, edificó suntuosos palacios para su uso e impuso un repulsivo culto a la personalidad, propio de los déspotas. Terminó siendo apresado en diciembre de 2003 y murió, como seguramente podía predecirse, en la horca.
Lo cierto es que, al margen del rechazo que nos suscita la pena de muerte, la historia juzgará a Saddam Hussein como lo que efectivamente fue: un déspota sanguinario.