La difícil salida de las tarifas congeladas
Los desaciertos en la política de servicios públicos llevaron a que la Argentina pasara de ser exportadora de energía en 2003 a resignar el autoabastecimiento
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Una de nuestras críticas a la ley de presupuesto para el próximo año vertida desde estas columnas se centró en la irrealidad de las hipótesis empleadas en su elaboración. Una de ellas es la referida a los subsidios otorgados a la energía y al transporte en compensación por la política de congelamiento y retraso tarifario, una partida que no contempla incrementos. Si se tiene en cuenta que la inflación supuesta para 2022 es del 33%, esto implicaría ajustes tarifarios por encima de ese porcentaje, por cierto difíciles de imaginar para cualquier gobierno populista, y mucho menos para uno golpeado por la derrota en las PASO, dispuesto a todo para recuperarse en noviembre. Por otro lado, la inflación apunta a guarismos muy superiores a la cifra considerada por el presupuesto.
Desde diciembre de 2019, el afán por amortiguar la inflación y dar una imagen de gobierno preocupado por la pobreza llevó al congelamiento de las tarifas de gas y electricidad. Como en anteriores gestiones kirchneristas, las facturas vienen reselladas con la leyenda “Consumo con subsidio del Estado nacional”, llamado técnicamente subsidio a la oferta, un beneficio no solicitado por el consumidor. Tradicionalmente, los aumentos tarifarios nunca han sido populares, sino más bien “piantavotos”, por lo que es difícil imaginar que habrán de levantarse los congelamientos de tarifas en lo inmediato. El proyecto de presupuesto tampoco los contempla en el próximo año, con las consecuencias negativas que se desprenderán de la decisión. Las cadenas de producción y comercialización se ven afectadas al destruirse la seguridad de cobranza y perderse el manejo comercial, y las inversiones se resienten, al tiempo que el consumo crece precisamente por tarifas subsidiadas. Calefacción y refrigeración descontroladas, como calentamiento de piletas de natación, son ejemplos del despilfarro, que ponen también en evidencia que hay quienes claramente no necesitaban de subsidios tarifarios.
Por el lado de la oferta, esta política, como ya lo experimentamos, se traduce en insuficiencia de gas de producción local, que pasa a cubrirse con importaciones de gas natural licuado. En el sector eléctrico surgen los cortes y las caídas de tensión que intentan paliarse con autogeneración industrial y equipos electrógenos domiciliarios. La compensación oficial a las empresas generadoras o a los productores de gas no resuelven los faltantes de inversión, ya que carecen de confiabilidad. No se encaran inversiones si su retribución depende de decisiones de un gobierno en situación de default.
La larga lista de errores de las gestiones del matrimonio Kirchner se repite también en este terreno para confirmar que, en esto, tampoco han vuelto mejores, sino más bien todo lo contrario. Recuérdese que pasamos de ser un país exportador de energía, en 2003, a resignar el autoabastecimiento, obligándonos a importar cuantiosamente a precios elevados en 2015. El costo político de remediar aquella insostenible situación debió pagarlo la administración Macri y, particularmente, su eficiente secretario de Energía Juan José Aranguren. En esa etapa correctiva se intentó, con enormes dificultades prácticas, que los aumentos fueran menores para determinadas categorías de usuarios.
El Gobierno ahora se muestra preocupado tras advertir el desborde de los subsidios a la energía: se estima que alcanzarán a un billón de pesos en el ejercicio en curso. El aumento del déficit fiscal y la persistente diarrea emisora obligarían a una corrección, pero las aspiraciones electorales limitan la aplicación oficial de un ajuste recuperatorio general, que sería la corrección genuina. Lo que se propondría según declaraciones, y siempre luego de los comicios, sería una segmentación de los aumentos tarifarios. Los de mayores ingresos pagarían el costo total y real por los servicios recibidos. Los de ingresos medios tendrían un aumento tarifario moderado y los de menores ingresos continuarían con sus tarifas congeladas.
Caben varias observaciones sobre esta idea. La buena economía dice que nunca es aconsejable que un mismo bien se venda a precios distintos en un mismo lugar. Será inevitable que alguien haga diferencias sin aportar ningún valor agregado. Intentar evitarlo mediante prohibiciones sería inútil y generaría corrupción. Segmentar usuarios según su nivel de consumo sería solo una aproximación con abundantes excepciones. Lo mismo ocurriría con la categorización por la localización del domicilio. Más apropiado podría ser considerar el carácter de jubilado o de receptor de planes sociales, aunque tampoco aseguraría un trato justo.
Lo recomendable es aplicar, en forma restrictiva y cuidadosa, mecanismos de subsidio a la demanda y no a la oferta. La selección de los subsidiables puede ser tan orientada y restringida como se quiera. En tanto, las tarifas deben elevarse gradualmente hasta el nivel necesario para cubrir los costos operativos y la recuperación de la inversión en plazos y rentabilidad razonables. Así funciona en los países que hoy exponen elevados niveles de desarrollo, garantizando el buen servicio y la cobertura para todos, incluidos sus segmentos sociales más necesitados. No será incrementando los subsidios a los servicios públicos como revertirá la derrota electoral el Gobierno. La política de parches coyunturales solo sumará más dolores de cabeza al oficialismo y mal humor a la población, que viene mostrando que no está de acuerdo con estas medidas de corte electoralista de corto plazo, pues sabe que el costo lo termina pagando igual, en términos económicos y de ineficiencia.