La deuda más dolorosa
La política no debe alejarse de las necesidades ciudadanas, planteando debates que solo importan a los dirigentes mientras peligra el futuro de nuestros niños
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De cada dos argentinos, uno es pobre. Así lo confirma en su última edición el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (UCA), que lleva ya diez años de investigación académica: nuestra pobreza ronda el 44,7%. Con metodología diferente, la Encuesta Permanente de Hogares (EPH), de Indec, registraba a marzo pasado 12 millones de pobres.
La situación de extrema vulnerabilidad, de por sí ya extremadamente dolorosa, tiende a agravarse ante la ausencia de políticas multidimensionales que permitan revertir progresivamente y de forma duradera este estado de cosas. Las ayudas monetarias vienen largamente funcionando como meros parches –la Asignación Universal por Hijo (AUH), la tarjeta Alimentar, el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) y otras prestaciones– habiendo evitado en los últimos tiempos que un 10% adicional de personas elevara la cifra de pobres al 54%.
Sobre una economía de trayectoria estancada y recesiva, los devastadores efectos de la crisis sanitaria obligaron a incrementar las redes de asistencia hasta alcanzar el récord de casi un 80% para hogares pobres. Ya en junio de 2020, el ministro de Desarrollo Social, Daniel Arroyo, confirmaba que 11 millones de personas recibían asistencia alimentaria. Vale destacar también que solo un cuarto de quienes están en situación de pobreza y trabajan son asalariados, frente a más de la mitad del resto de trabajadores que se mueven en la informalidad, víctimas todos del agravamiento de una implacable crisis económica.
“La indigencia casi que se duplica en una década y podría haber sido peor sin los programas sociales”, afirmó el director del Observatorio y uno de los autores del informe, Agustín Salvia.
La inflación, sumada a la falta de trabajo o a la precarización del empleo, vuelve a golpear sobre la canasta de alimentos para los más desprotegidos: la indigencia se mide por la incapacidad de acceder a ella. Casi el 10% de la población se ubica en esta categoría, la más alta de la década, que se eleva al 16% para menores desde que nacen y hasta los 17 años: el 57% no puede cubrir la canasta elemental de bienes y servicios. Traducido, esto significa que la pobreza golpea a más de la mitad de los niños y adolescentes que viven en la Argentina. A esos mismos que tampoco están educándose como deberían. ¿Qué otra cosa podría esperarse cuando ni siquiera reciben los alimentos que necesitan para asegurar su desarrollo?
La pobreza golpea trágicamente a más de la mitad de los niños y adolescentes que viven en la Argentina. Tanto a aquellos que no pueden satisfacer sus necesidades básicas, como también a quienes no se está educando como se debería
El investigador del Programa de Protección Social del Cippec y del Conicet y docente de la Universidad de San Martín, Gabriel Kessler, ahondó en el análisis: “Los umbrales de pobreza en la Argentina son altos desde hace tres décadas”, dijo. Agregó que se trata de la mayor o una de las mayores deudas de la democracia. “Con la democracia se come, se cura y se educa”, afirmaba Raúl Alfonsín al inicio de una etapa que aún no cumple estas promesas.
Atacar esa arista de un enorme problema debería ser la primera urgencia de la dirigencia política, el motor que convoque a los ansiados acuerdos básicos que debemos alcanzar. No es posible desatender las urgencias; hay que proveer de un blindaje a los más golpeados, pero tampoco podemos seguir posponiendo los resultados que necesitamos alcanzar en el mediano y el largo plazo.
Los detalles desagregados, las series estadísticas, las aperturas por categorías y las observaciones del informe pueden resumirse en que la brecha entre los hogares más y menos favorecidos creció significativamente, con un impacto mayor en el conurbano bonaerense y en el interior del país. La frialdad de las cifras no puede ocultar el profundo impacto sobre la vida real y cotidiana de tantos ciudadanos, carentes de alimento, techo y asistencia sanitaria, entre otras necesidades básicas.
Las evidencias son apabullantes y deberían escandalizarnos. Parece incluso que, como sociedad, ya nos hubiéramos acostumbrado. El debate político-ciudadano no puede demorarse cuando urge encarar una profunda transformación. No podemos hacer prospectiva si solo asistimos al agravamiento de la marginalidad, la pobreza y la desigualdad estructural. Ningún proyecto es viable en este escenario. La política no puede seguir alejada de la preocupación y las necesidades ciudadanas planteando conversaciones que solo importan a los dirigentes mientras nuestros niños se quedan sin futuro. No hay deuda más dolorosa.