La desregulación del mercado del arte
Es necesario extremar los cuidados porque no todas las normas fueron dictadas para trabar o dificultar caprichosamente tan valiosa actividad cultural
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Recientemente, el ministro de Desregulación y Transformación del Estado, Federico Sturzenegger, se refirió varias veces a la necesidad de eliminar regulaciones, y no de simplificarlas. No le falta razón. Su afán de hacer la vida más fácil a los argentinos y de dar lugar a una economía más abierta y flexible merece el apoyo de la opinión pública.
El ministro puso al mercado del arte como ejemplo de una de las áreas donde la desregulación está en marcha. Pero su ahínco por eliminar trabas y obstáculos en esa área en particular parece haber dejado de lado algunas consideraciones más que relevantes. Si la sana vocación ministerial por eliminar reglas no las toma en cuenta, corre el peligro de producir un desaguisado irreparable. No todas las normas existentes fueron dictadas para trabar o dificultar caprichosa o innecesariamente la actividad de los mercados, o son el resultado de la inventiva local. Por el contrario, muchas veces responden a necesidades concretas y son de aplicación en todo el mundo.
Las compraventas de obras de arte se desenvuelven en dos planos. En el puramente doméstico exigen el cumplimiento de las normas jurídicas y fiscales aplicables a cualquier comerciante y a toda operación mercantil, pero con el detalle adicional de que quienes negocian obras de arte están alcanzados por las normas relativas a la prevención del lavado de dinero y el financiamiento al terrorismo. Más allá de los loables objetivos de esas normas, si el ministro quisiera eliminar requisitos inútiles, por ejemplo, podría hacer derogar el que exige que un galerista que trabaja solo y por su cuenta tenga disponible por escrito un “manual de procedimientos” para regular su propia conducta.
La Argentina debe definir claramente qué entiende por patrimonio cultural antes de que pueda disponer de las armas necesarias para evitar el tráfico ilícito de obras de arte
Cuando las operaciones con obras de arte implican atravesar fronteras internacionales la cuestión es más compleja. Por un lado, es razonable que existan normas que faciliten e incluso estimulen la entrada y salida de obras de arte de nuestro país. Nuestros artistas y sus obras necesitan ser conocidos en el mundo. Para eso, la posibilidad de mostrar su producción en el extranjero en ferias y galerías es esencial. Desde 1996, cuando se dictó la ley 24.633 de circulación internacional de obras de arte, entró en vigencia un mecanismo simplificado que facilitó enormemente su tráfico. Funcionó y funciona razonablemente para el arte contemporáneo; no distingue entre artistas nacionales o extranjeros y el único trámite que exige (dar un aviso de exportación a las autoridades) se hace electrónicamente. Si el ministro lo dispusiera, ese trámite podría también eliminarse. Pero, lamentablemente, el Estado tiene sumo interés en que, cuando la obra de arte se vende en el extranjero, el Banco Central reciba las divisas correspondientes para entregarle pesos al artista exportador. Quizás el afán desregulador podría empezar por esta punta del asunto.
El interés recaudatorio del Estado hace que la salida del país de cualquier obra de arte, sin importar su valor intrínseco, deba calificar como una exportación. Eso podría ser modificado sin mayor perjuicio para el erario público. Muchos países aplican una franquicia razonable; esto es, un piso legal por debajo del cual estas normas son inaplicables. Eso también permitiría la libre entrada y salida de obras de valor irrelevante sin mayores complicaciones. El ministro podría considerar algo en este orden de ideas.
Cuando no se trata de arte contemporáneo, sino de la producción de artistas fallecidos hace más de 50 años o de obras anónimas, el tema es más intrincado. En esos casos, no se exige un aviso sino una licencia de exportación, otorgada por un organismo especializado de la hoy Secretaría de Cultura. La razón de ser de este mayor nivel de complejidad radica en que la salida definitiva del país de ciertas obras de arte (o de cualquier objeto que integra nuestro patrimonio cultural) puede tener efectos irreparables. Por fortuna, el organismo mencionado –y que el ministro estaría dispuesto a eliminar– está especializado en bellas artes y no niega u otorga las licencias de exportación basándose únicamente en la nomenclatura aduanera.
A diferencia de otros productos o servicios, los objetos de arte son irreemplazables, lo que exige adoptar especiales precauciones
Según la ley, la licencia de exportación “solo podrá ser denegada en caso de ejercicio de la opción de compra por parte del Estado nacional o de terceros residentes argentinos”. En lenguaje más claro, el Estado o cualquier particular interesado pueden oponerse a que una obra salga para siempre del país si ofrece comprarla. Pero si no hay tal oferta, la obra podrá salir libremente. No se trata de un invento argentino: muchos países (y entre ellos varios que gozan de niveles de libertad económica sustancialmente superiores a los nuestros) tienen normas semejantes. En el caso del Reino Unido, esa opción que se le otorga al Estado o a terceros ha permitido llevar adelante colectas públicas de fondos para que ciertas obras pasen a engrosar los museos de ese país. En Francia, las normas que restringen la salida de obras de arte pueden llevar a la intervención de hasta cuatro organismos públicos distintos.
Además de la ley de circulación internacional de obras de arte, ya mencionada, hay varias más en juego. Hay, incluso, tratados internacionales que intentan proteger el patrimonio cultural de cada país, como la Convención de la Unesco de 1970 sobre las medidas que deben adoptarse para prohibir e impedir la importación, la exportación y la transferencia de propiedad ilícitas de bienes culturales. Pero esta exige que la Argentina defina claramente qué entiende por patrimonio cultural antes de que pueda disponer de las armas necesarias para evitar el tráfico ilícito de obras de arte. Y eso no se ha hecho aún en el país. En el ámbito puramente doméstico, la ley 25.197, que creó un régimen de registro de nuestro patrimonio cultural, aun debe cumplir el propósito para el que fue dictada en 1999, pues la Argentina carece de reglas objetivas y previsibles que permitan determinar qué piezas integran ese patrimonio, quien quiera sea su propietario, público o privado.
Si la guadaña desreguladora no presta atención a estas cuestiones y deroga los mecanismos de protección de nuestro patrimonio cultural, es poco probable que pueda facilitarse mucho más de lo que ya está el tráfico de obras de arte contemporáneo a y desde la Argentina. Pero sí es muy posible que, con mayor velocidad, se consiga vaciar peligrosamente nuestro patrimonio cultural. En el mundo civilizado, no existe país alguno que carezca de normas protectoras al respecto. Incluso los Estados Unidos, quizás la jurisdicción más abierta en este punto, las tiene con relación a piezas arqueológicas y objetos culturales de sus pueblos originarios. Y, en ningún caso, establecer si un objeto determinado (sea o no una obra de arte) pertenece a ese patrimonio es una mera cuestión aduanera.
Quizás sirva como antecedente útil recordar que el primer precedente jurisprudencial en el mundo acerca de qué debe entenderse por arte fue un caso en que la aduana estadounidense pretendió disparatadamente gravar una escultura de Constantin Brancusi con el argumento de que no era una obra de arte sino una hélice de helicóptero.
Para que un mercado crezca (y el del arte no es una excepción) debe haber pocos requisitos para la entrada y salida de los bienes que en él se negocian. Pero a diferencia de otros productos o servicios, los objetos de arte tienen algunas características (como su irreemplazabilidad) que exigen tomar precauciones. Omitirlas puede resultar en un despojo.