La cuarentena y la economía
El sesgo casi exclusivo hacia la reducción del contagio del virus, que fue inicialmente aplaudido, ha dejado de ser compartido por mucha gente
La repetida afirmación de Alberto Fernández "entre la vida o la economía yo elijo la vida", aunque sea un falso dilema, ha regido sus decisiones. En los primeros tramos de la pandemia, esa definición le aportó un amplio apoyo de la ciudadanía y su popularidad trepó a niveles impensados. No fue diferente este fenómeno en otras partes del mundo.
Hay motivos para creer que la implantación y las sucesivas prolongaciones de la cuarentena, tanto en la Argentina como en otros países, han obedecido a una apreciación de los gobernantes de que el mayor descrédito ocurriría si el sistema hospitalario quedara sobrepasado por una aceleración de la epidemia. La reducción de los contagios se convirtió así en un objetivo excluyente.
Esa es la estadística que recorre el mundo, mientras que no se mide el daño económico y social producido por las cuarentenas. Los gobiernos recién lo tienen en cuenta cuando se convierte en protesta generalizada y ruidosa, mientras que antes parecen ignorar las graves y crecientes consecuencias de la cuarentena sobre la producción, el empleo, la educación, la vida familiar y la propia salud.
Gran parte de las actividades encaradas por el hombre plantean la cuestión del riesgo de afectar la salud propia o la de terceros y, en un extremo, también vidas. Son riesgos derivados de la posibilidad de accidentes o de efectos contaminantes. La neutralización de esos riesgos suele requerir un costo creciente si se pretende gradualmente mayor seguridad. Si se quisiera disiparlos completamente ello exigiría tan alto costo que llevaría a desistir de cualquier emprendimiento. Un ejemplo fácil de comprender es el de un camino que se cruza con otro. Estadísticamente ocurrirá un número de colisiones por año que crecerá con el aumento del volumen de tránsito en esos caminos. ¿Cuándo convendrá hacer un puente que sustituya el cruce a nivel? Si se aceptara con carácter absoluto que la vida está antes que la economía, habrá que construir desde el inicio cruces a distinto nivel en todas las intersecciones camineras del país. Esto no ocurre en la Argentina ni en ningún lugar del mundo. Hay un criterio técnico para definir cuándo se justifica un cruce a distinto nivel, que es el de comparar el valor presente de los accidentes y muertes proyectados en el tiempo, con el costo de la obra. Cuando lo supere, ese es el momento de construir el puente. El valor calculado de los accidentes requiere conocer estadísticas y el valor actuarial asignado a un herido y un fallecido.
Parecería que este frío cómputo atenta contra nuestros sentimientos. Pero quienquiera que actúe en la producción y analice sus decisiones frente a riesgos encontrará que, sin darse cuenta, ha operado con criterios similares. Si una vida fuera un absoluto, todo el presupuesto tendría que asignarse a salud o habría que prohibir el uso del automóvil para terminar con los accidentes de tránsito.
La propensión de los gobernantes frente al coronavirus es a cubrirse en exceso del riesgo que la pandemiasupere la capacidad del sistema sanitario. La imagen de hospitales superados y de enfermos desahuciados por falta de respiradores sería el final de cualquier presidente. Así lo debe haber pensado Fernández y por esa razón se apoyó en infectólogos, desoyendo a otros profesionales. Este sesgo casi exclusivo hacia la reducción del contagio, que fue inicialmente aplaudido, con el correr de las semanas dejó de ser compartido por mucha gente que en algún momento comenzó a reaccionar contra el aislamiento. Las calles se empiezan nuevamente a poblar y los comercios a abrir contra las disposiciones oficiales. Ante eso, las opciones del Gobierno son reprimir o flexibilizar.
Todo el proceso de cuarentenas fue poco flexible y se prolongó demasiado a fin de minimizar los contagios y ampliar la capacidad de atención sanitaria. Ese objetivo se logró, pero crecieron los daños sobre la producción, el empleo y las familias. No se han podido evitar efectos graves y muchos de ellos son difícilmente reversibles. Debe además tenerse en cuenta que la Argentina ya tenía un cuadro fiscal, económico y social muy debilitado al comenzar la pandemia. Eso afectó la capacidad de compensar los daños económicos y sociales ocasionados por la cuarentena. Sin embargo, el Gobierno desplegó una gama muy amplia de ayudas, entre ellas, la entrega de sumas fijas a millones de personas, el pago de una parte de los sueldos de empresas, el otorgamiento de avales a préstamos otorgados a empresas y productores y varias más. Por otro lado, la recaudación impositiva cayó fuertemente y, ante la falta de acceso al crédito, se tuvo que recurrir a la emisión.
Mientras la brecha cambiaria no ha dejado de ampliarse, el efecto inflacionario pudo ser hasta ahora amortiguado por la fuerte recesión y una propensión de la gente a aumentar la tenencia de dinero en el encierro.
Estas circunstancias dejarán de estar presentes cuando ceda la pandemia. Entonces surgirá plenamente el efecto inflacionario del desmesurado gasto y emisión estatales actuales. Una nueva devaluación podría ser entonces inevitable. Esa será la hora de la verdad, ante la cual la única alternativa será un programa de reformas estructurales. Tendrá que ser un plan integral y articulado que revierta el círculo vicioso del déficit fiscal, la exacción impositiva, la inflación con estancamiento y pobreza, y lo transforme en el círculo virtuoso de la inversión y el crecimiento, con un Estado eficiente y reducido, menos impuestos, y más empleo privado bajo reglas modernas y eficientes.
De esta crisis podrá surgir una oportunidad si quienes gobiernan desoyen los cantos de sirena del populismo cargado de rémoras ideológicas probadamente fracasadas y, en lugar de orientarse hacia el eje bolivariano, imitan a los países exitosos.