La cuadratura, resuelta
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La celebración de las PASO tiene lugar en un contexto dramático para la Argentina, ya que el fenómeno de la pobreza nunca había llegado al extremo actual. Sin embargo, los candidatos no formulan alternativas claras para erradicarla en forma sustentable. Es como la famosa cuadratura del círculo, que nadie puede resolver.
Algunos han recurrido a frivolidades, procurando atraer a los votantes jóvenes como si fuesen yuppies ajenos al drama que los rodea. Otros, a propuestas voluntaristas que prometen obviedades, sin explicar el cómo. La izquierda cerril repite modelos fracasados. Los libertarios arengan achicar el Estado, sin aclarar qué harán con los pobres en la transición. Y la gran mayoría, en ausencia de ideas, recurre a martingalas ingeniosas que implican más gasto público, aunque lo llamen inversión.
La pobreza cambió toda la estructura social y laboral de la Argentina. Ya alcanza a la mitad de la población y nadie sabe cómo reducirla. Actualmente, tienen más predicamento los expertos en gestionar pobreza que los versados en generar riqueza.
Ese fenómeno ha ido creciendo desde los años 80, aunque tuvo su origen en 1973, año “dorado” del camporismo. El fracaso del plan Austral, en 1987; la hiperinflación, en 1989; la crisis mexicana de 1994; el fin de la convertibilidad, en 2001, y las devaluaciones de 2014 y 2018 fueron episodios que incrementaron la informalidad, la pobreza y los planes sociales.
Más de seis millones de personas sobreviven en la llamada economía popular, sin empleo formal ni cobertura de salud ni protección laboral. Una cifra equivalente corresponde a quienes aún trabajan en el sector privado, pero, ante la falta de inversiones, observan el crecimiento de ese entramado de cooperativas precarias que requieren del Estado y de las exacciones que este debe realizar en sus bolsillos para sostenerlas.
Hasta los sindicatos tradicionales tiraron la toalla frente al fenómeno piquetero, cuya expansión los supera. Haciendo de tripas corazón, prefieren buscar alianzas en nombre de la unidad peronista para mantener su poder, retornos y cajas negras.
Inflación y pobreza son como el problema del círculo y el cuadrado, que desafió a los matemáticos desde la antigua Grecia, hasta que Carl von Lindemann (1882) demostró que “cuadrar el círculo” es imposible, pues la constante pi no es algebraica como el área del cuadrado. O desborda uno o se desencaja el otro.
Esa divergencia irresoluble provoca un dilema que los candidatos prefieren soslayar. Erradicar la pobreza con medidas que generan inflación multiplica la pobreza. Detener la emisión, sin un plan creíble, también. En ambos casos, las protestas sociales serán incontrolables.
Desde el año pasado, la presión sobre los precios se retarda mediante artificios financieros del Banco Central, que se endeuda para recuperar los mismos pesos que emite, cada vez más. Alberto Fernández hizo al revés de lo prometido y las letras del Banco Central han crecido cuatro veces, hasta alcanzar cuatro billones de pesos.
Como resultado de esa aspiradora monetaria, el 90% de los depósitos en pesos del sector privado está colocado en instrumentos del Banco Central (62%) o del Tesoro (28%). Se trata de una bola de nieve que contiene, en forma reprimida, el mismo potencial inflacionario sujeto con pinzas. Esa tensión creciente provoca controles, prohibiciones y cepos para que la inflación no se manifieste por otro lado. Pero se refleja en la brecha cambiaria, el cierre de empresas, la liquidación de vientres y la fuga de cerebros.
Esa solución artificiosa muestra la enorme fragilidad de la situación y los límites que tendrá cualquier alquimia que implique más emisión. Todas las crisis económicas empiezan en el sistema financiero, cuando el público descubre que el rey está desnudo y se abalanza para recuperar sus ahorros. En la Argentina, vivimos el Plan Bonex en 1990, con una hiperinflación del 3000%, situación –por ahora– muy distinta de la actual.
Ese peligro, desconocido para el gran público, no puede ser soslayado por los dirigentes políticos, aunque lo prefieran. Estamos volando en un Hindenburg criollo que no fue diseñado por ingenieros alemanes, sino por técnicos del Banco Central instruidos por el populismo. Si se insiste en que nuestro zeppelin tolera cualquier cosa, basta con investigar qué ocurrió en Lakehurst, Nueva Jersey, en 1937. La imposibilidad de cuadrar el círculo de la inflación y la pobreza no causará un desajuste matemático, sino una catástrofe en la vida real.
El dilema podría resolverse si se introdujera otra dimensión. Se trata del factor confianza, solo alcanzable mediante un compromiso de gobernabilidad de largo plazo, que prevea reformas estructurales creíbles y que se sostengan en el tiempo. Un acuerdo en el que no tengan lugar el “vamos por todo” ni la impunidad de la vicepresidenta y sus secuaces.
La confianza, al presagiar un horizonte favorable a la inversión, permitirá acceder a recursos anticipados para dar respuesta al interrogante que los políticos no saben cómo contestar: ¿qué hacer con los millones de pobres hasta alcanzar crecimiento con inversión, mayor productividad y empleos de calidad?
Precisamente, el rol del buen político consiste en hacer posible lo que parece imposible. Lograr consensos para viabilizar reformas indispensables para el bien común es elevarse al nivel de estadistas. Es la única forma. No hay otra manera de resolver el problema de la cuadratura y erradicar la pobreza, sin inflación.