La Cancillería como botín de guerra
La vergonzosa conducción de las relaciones exteriores ha estado orientada a premiar a amigos con cargos y a acompañar a los regímenes autoritarios
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El rosario de papelones en las conferencias internacionales de Roma y de Glasgow por la desaprensión innata del Presidente y de una diplomacia en alarmante decadencia potenciaron las tonalidades definitorias de la política exterior en los años del kirchnerismo. Si se creía humanamente imposible llevar esa política aún más hacia lo inaudito tras las dos presidencias de Cristina Kirchner, el actual jefe del Estado ha echado por tierra con los pronósticos. Solo queda la duda de si ha habido, en verdad, una gestión que pueda denominarse de política exterior en estos años de humillación para la Argentina.
Más allá del episodio del exsenador John Kerry sacándose de encima la mano insólitamente confianzuda de Alberto Fernández sobre su cuerpo, que quedará como una vergonzosa anécdota, o de que este haya violentado el tradicional principio de evitar comentarios sobre política interna en foros internacionales, lo más grave ha sido aislar a la Argentina del mundo. La han dejado sin más afinidades en la región que aquellas con los regímenes de peores credenciales, tanto por violaciones endémicas de derechos humanos como por su corrupción pública y sus instituciones democráticas devastadas.
Nuestra política exterior desconcierta a cualquier diplomacia, al margen de ideologías, desde que, allá por 2005, Néstor Kirchner pretendió agraviar en Mar del Plata al presidente norteamericano George W. Bush. Lo hizo sin saber en su necedad e ignorancia que al patrocinar una contracumbre de adversarios de Bush, en rigor, agraviaba a los Estados Unidos. Resulta, pues, plausible la definición de un veterano diplomático: “El kirchnerismo, en realidad, no espera nada del mundo; solo mira hacia adentro, y mira mal, con el acompañamiento de los protomontoneros que metió en la Cancillería y alientan el gravísimo conflicto en el sur, encendido por aventureros que, en nombre de supuestos derechos aborígenes, violentan la soberanía del Estado argentino y afectan por extensión la integridad territorial chilena”.
¿Quién ha conducido la política exterior argentina estos dos últimos años? ¿Acaso Felipe Solá, que poco o nada sabía de relaciones diplomáticas? ¿O Santiago Cafiero, otro advenedizo que, como aquel y el propio Presidente, son de nulidad llamativa en lenguas extranjeras? ¿O, por qué no decirlo con todas las letras, siguiendo las mentas de las oficinas del Palacio San Martín, que el verdadero canciller de este gobierno ha sido un fanático del kirchnerismo, el viceministro Pablo Tettamanti? Helo aquí: nada menos que un tributario de las consignas del izquierdismo rígido y disparatado que se fragua en el Instituto Patria. Así se explica el destrato recibido por embajadores de la categoría de Renato Carlos Sersale di Cerisano y Ricardo Lagorio, jubilados a los empujones, o el llamado de 15 embajadores destacados en el extranjero inmediatamente después del 10 de diciembre de 2019.
Es patética la fotografía del Presidente y cinco colaboradores de un lado de una mesa y, del otro, Justin Trudeau, premier canadiense, sin un solo papel visible para tomar nota de algo interesante que pudieran apuntarle, en otra clara muestra de improvisación y falta de profesionalismo de nuestros representantes.
No fue en menor medida insólita la situación de Tettamanti en su condición anterior de embajador en Rusia. Los mensajes por redes de su mujer, otra fanática kirchnerista, terminaron por convertirse en trending topic y forzaron de tal modo a las autoridades a trasladar desde Moscú a Buenos Aires a quien no había sabido poner orden ni en la embajada ni en su esfera más privada. Desde Richelieu, en el siglo XVII, un embajador actúa, en sentido estricto, más que en representación de un país o de un gobierno, en delegación personal de un jefe de Estado ante otro jefe de Estado.
El desconocimiento de las normas de elemental conducta pública se suma al infantilismo de Máximo Kirchner y asociados de despotricar en el Congreso contra viejos amigos del país o contra el Fondo Monetario Internacional. Otros integrantes de la misma facción imploran en el exterior la clemencia de los denostados, mientras el mundo, menos tonto de lo que ellos suponen, confirma que nunca ha sido más incoherente y desastrosa la diplomacia argentina.
Podemos pasar por alto el delirio del exministro Héctor Timerman, tratando de abrir en Ezeiza con un alicate pertenencias militares norteamericanas, o el infame memorando con Irán, país señalado como responsable de la tragedia terrorista en la AMIA. ¿Qué decir, ahora, de la infortunada designación del secretario para Malvinas, Antártida y Atlántico Sur Guillermo Carmona, un exdiputado que tampoco habla inglés y asume como el que más en el kirchnerismo posiciones extremas, en contradicción con las recomendaciones de las Naciones Unidas de negociar sin pausas con el Reino Unidos por el conflicto de las Malvinas?
Otro desorbitado, el embajador ante la OEA, Carlos Raimundi, quedó en minoría notoria al votarse en el organismo contra la dictadura nicaragüense. En lugar de limitarse a apretar el botón reglamentario como se hace en tales casos, procuró explicar lo inexplicable ante la incredulidad general. Parecería que los kirchneristas de origen radical como Raimundi y algunos embajadores de triste papel como Ricardo Alfonsín tienden a contagiarse de los más duros. Son los que toman la diplomacia como lugar de pruebas excéntricas y no como expresión de un oficio en que deben esmerarse las dotes de la discreción y el hábil profesionalismo para defender con eficiencia los intereses permanentes de la República.
En parte, todo esto es consecuencia de “premiar” con los cargos públicos a los amigos. Parecería que consideraran gratuito su mal ejercicio en un Estado al que día tras día se demuele con perseverante inconsciencia. ¿Cuál es el sentido de haber designado al frente de nuestra representación en Cascos Blancos, y con rango de subsecretaria, a Sabina Frederic, deplorable como ministra de Seguridad, que nada entiende de funciones que sí acreditan en su caso la calificación lógica de canonjía?
Como si la política gubernamental debiera regar hasta la última gota fuera de la maceta correcta, el Presidente introdujo en la conferencia de Glasgow la idea de cambiar bonos ambientales por deuda. No fue una mala idea en sí, pero difícilmente alguien advirtió a Fernández que esa idea ya la había expuesto la tan denostada María Julia Alsogaray, cuando era secretaria de Estado de Carlos Menem, en la Conferencia de las Naciones Unidas de 1992 sobre Medio Ambiente y Desarrollo. María Julia fue a la cárcel por los mismos delitos de corrupción, aunque de mucha menor escala, por los cuales el kirchnerismo ha pretendido destruir la Justicia a fin de lograr la impunidad de la vicepresidenta y de algunos de sus más mentados y sombríos acólitos. Así estamos.