La baja de la edad de imputabilidad
Ha llegado el momento de plantear un debate serio y responsable, desprovisto de cuestiones ideológicas; son muchas las vidas que están en juego
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El proyecto enviado al Congreso por el Ejecutivo –levantado por los desacuerdos de la semana última– que propone la baja de la edad de imputabilidad a los 14 años y recientes hechos aberrantes de inseguridad con participación de menores han vuelto a despertar un debate que requiere conclusiones definitivas. Actualmente los menores no son punibles hasta los 16 años y no faltan quienes promueven fijar el límite en los 12 años. La baja que propone el Gobierno no contempla distinción entre delitos y pone el acento en la reeducación o resocialización del menor.
Algunos especialistas en derechos humanos se oponen a ese tipo de iniciativas. Sostienen que no tienen incidencia en la problemática del delito, que profundizan el estigma y la violencia estatal y social hacia la niñez, que constituyen una criminalización de los pobres por el solo hecho de serlo y que eluden una responsabilidad central del Estado, como la de garantizar el ejercicio pleno de los derechos de la niñez. Se trata de argumentos contundentes, pero ¿son ciertos?
Debemos aclarar que no existe impedimento legal para bajar la edad de imputabilidad de un menor. La Argentina adhirió a la Convención sobre los Derechos del Niño, que no fija una edad para la punibilidad, y le dio jerarquía constitucional. El tratado establece, entre otras disposiciones, que los Estados partes velarán para que la detención o la prisión de un niño se lleve a cabo de conformidad con la ley y se utilice tan solo como medida de último recurso y durante el período más breve posible. Por lo tanto, los Estados partes pueden imputar delitos y aplicar penas de prisión a un niño.
Sin embargo, resulta incuestionable que la pobreza y la marginalidad –dos fenómenos diferentes que exigen distintas respuestas no atendidas eficazmente por los Estados– fomentan la inserción de niños y adolescentes en el delito. Las estadísticas revelan que muchos menores autores de delitos han sufrido en esos ámbitos la vulneración de sus derechos desde la niñez o la preadolescencia a través de la violencia familiar, la ausencia de ejemplaridad y valores, la falta de educación y el contacto con las drogas. La Argentina tiene una deuda social enorme que saldar en esos espacios cada vez más poblados. La pregunta es qué hacer en el mientras tanto. Porque hasta que los gobiernos se decidan a encarar la situación mediante una contundente intervención educadora que abra caminos para que los valores, las instituciones de la sociedad y la ley penetren en esos ámbitos, resulta imprescindible tomar medidas que atiendan las consecuencias del mal social que crece incesantemente. En ese contexto de hacinamiento, carencias y abandono, muchos niños y adolescentes quedan librados al poder reclutador del narcotráfico refugiado en las villas, tanto como de bandas juveniles y de adultos profesionales del delito que aprovechan su inimputabilidad y los utilizan para sus viles propósitos.
La baja de la edad de imputabilidad no criminaliza la niñez y la adolescencia en riesgo. Sanciona y previene al adolescente que ha caído en el crimen. Hay que reconocer que cientos de miles de adolescentes que viven en ámbitos carenciados se educan y trabajan alejados del delito. La sanción a quienes caen en prácticas delictivas tiene un efecto disuasivo y ejemplificador que previene la reincidencia y, con ella, la posibilidad de sumar más víctimas en una sociedad con preocupantes índices de criminalidad.
Debemos sacar el tema del ámbito de las trincheras ideológicas. De hecho, nadie puede entender cómo en nuestro país un sujeto –adolescente o no– que comete un delito registre un historial de dos, tres o siete intervenciones criminales y aun así continúe en libertad. Ha robado, ha abusado de otros y ha atentado, armado, contra sus semejantes. Se trata de una persona que es peligrosa para sí y para terceros con independencia no solo de su edad, sino también de quién es el responsable de las heridas físicas o psicológicas que lo llevaron a comportarse de ese modo.
Que se encuentre en libertad no significa necesariamente un fracaso del régimen penal de minoridad o del penitenciario, sino fundamentalmente de la evidente ineficacia de un sistema de encarcelamiento o aseguramiento tutelar que tenga en cuenta la reiterancia en delitos de violencia como factor impeditivo para el otorgamiento de excarcelaciones. En este sentido, hoy también se dividen las aguas, precisamente entre términos como reincidencia y reiterancia. Es un tema del derecho procesal. De la ley y de la interpretación que los jueces hacen de ella. Garantizar los derechos de un detenido no significa renunciar al cumplimiento de los deberes a los que están obligadas las autoridades políticas, policiales y judiciales ante el delito. El mal funcionamiento del sistema reeducador de los institutos de menores o de las cárceles no puede actuar como excusa para que los jueces dejen en libertad a personas, menores o no, cuyo comportamiento resulta, más allá de la existencia o no de condenas firmes, una incuestionable evidencia de la elección del delito como medio de vida con el peligro social que ello representa. La vida de muchos está en juego.
Los países limítrofes y gran parte de las legislaciones del mundo establecen regímenes donde la imputabilidad rige a partir de los 13 o 14 años. Identificar a la sociedad como la responsable última del mal no releva al menor de su culpabilidad ni de la necesidad de remediarla por el bien suyo propio, para protección de las víctimas del delito y de la comunidad toda. Ha llegado el momento de plantear un debate serio y responsable, desprovisto de ideologías, que considere las graves condiciones de peligrosidad de quienes sin ningún respeto por la vida, tanto propia como ajena, cometen delitos de toda índole. Revisar el régimen penal juvenil será también parte de la tarea que queda por delante.