Kraft, un caso testigo
El Gobierno se mostró pasivo frente a un conflicto de suma violencia que va mucho más allá de las reivindicaciones sindicales
El prolongado conflicto de la empresa Kraft Foods Argentina exhibe, como si se tratara de una reducción a escala, gran parte de los obstáculos que debe superar nuestro país para alcanzar un grado aceptable de desarrollo en su organización económica.
La planta de Kraft fue tomada durante semanas; se cometieron en su interior numerosos delitos de gravedad inusual. Empleados y ejecutivos fueron privados de su libertad. Varios trabajadores recibieron agresiones con cortaplumas y facas de quienes lideraban la ocupación. Se destruyeron instalaciones y bienes de la compañía. Es decir, se llevaron adelante acciones vandálicas que exceden en mucho la simple acción gremial.
No hace falta aclarar que métodos como los que se están describiendo aquí entrañan la violación de buena parte de nuestro régimen jurídico. En esa planta se transgredieron no sólo los derechos de propiedad y de libre ejercicio de los negocios. Se violaron mínimas garantías individuales que están amparadas por la Constitución nacional y por el Código Penal. Los hechos ocurridos allí merecen ser condenados en nombre de la más elemental legalidad.
Los procedimientos que adoptó la comisión interna de Kraft no apuntan a alcanzar objetivos de reivindicación sindical. Inspirados en una ideología radicalizada, su finalidad última es producir un cambio en el régimen de propiedad de la compañía. El modelo que se pretende alcanzar es el de la autogestión o, puesto en términos que alcanzaron cierta divulgación local, se quiere convertir a Kraft en una "empresa recuperada".
El camino de llegada a este modelo es deliberadamente conflictivo. Supone una acción política que, superando los límites de la fábrica, intenta abrir paso a una instancia revolucionaria. Los cortes de rutas y otras formas de apropiación del espacio público, y el choque con las fuerzas de seguridad son, para esta visión de las cosas, el itinerario que llevaría a la sociedad a un grado más elevado de igualdad y justicia.
Los hechos ocurridos en Kraft se alimentan de una concepción alucinada de la organización económica y social que dio demostraciones de su fracaso en la larga experiencia histórica del siglo XX, como lo demostró la caída del Muro de Berlín y la apertura de la economía china al capital privado.
A pesar de que la acción directa está apareciendo como un recurso cada vez más frecuente en los conflictos laborales, entre nosotros ese tipo de concepción sigue siendo minoritario y marginal. Es tal vez por esta razón que llama más la atención la parálisis que exhiben frente al fenómeno los responsables de darle un encuadre institucional.
El Ministerio de Trabajo mostró una prescindencia notoria ante lo que ocurría en la fábrica de Pacheco. Su titular, Carlos Tomada, llegó al conflicto cuando ya era tarde. Una vez que intervino, dejó la impresión de que no fue para reponer el orden laboral en la empresa, sino para asegurarles a sus jefes políticos que no seguirían siendo impugnados desde la ultraizquierda.
La justicia penal también demoró. La orden de desalojo de la planta se emitió, por rara coincidencia, cuando el jefe de Gabinete tomó cartas en el asunto, alarmado por los relatos que le llegaron desde la Unión Industrial Argentina. El Gobierno se mantuvo ajeno respecto de lo que sucedía en Kraft. La Presidenta se limitó a condenar los cortes de rutas. Pero tanto ella como sus funcionarios fueron muy remisos a la hora de defender principios elementales de nuestra organización económica. La oposición no consiguió, tampoco esta vez, una definición contundente.
La última novedad la produjo la justicia laboral, con un fallo en el que obligó a Kraft a reincorporar a tres delegados que habían sido expulsados por su responsabilidad en los desmanes ocurridos. Es innegable que el derecho del trabajo ampara a los delegados sindicales, pero esa protección pretende impedir a los empresarios el ejercicio de acciones que limiten razonablemente el abuso de la actividad sindical. Como lo es protegerse de delitos comunes de los sindicalistas, como la privación ilegal de la libertad o la agresión violenta a los demás trabajadores que no acompañan sus medidas de fuerza.
La negligencia de las autoridades que deben garantizar relaciones laborales justas y ordenadas es un síntoma de los desarreglos más graves que ocurren entre nosotros. Esas conductas están en la raíz de las dificultades que presenta hoy la Argentina para convertirse en un país atractivo para la inversión internacional o doméstica. Se producen, además, al amparo de un discurso y una cultura, alimentados desde lo más alto del poder, que descalifica la creación de riqueza y presenta a los emprendedores y a los empresarios como actores nefastos que la sociedad debe, resignada, tolerar, no estimular. Estas creencias sirven de base a una sistemática agresión al derecho de propiedad y a la iniciativa privada.
No habría que indagar demasiado para descubrir por qué nuestro país es percibido como cada vez más riesgoso para los negocios y por qué quienes invierten en él exigen una tasa de retorno más elevada. No hace falta investigar demasiado para descubrir por qué en la Argentina se destruyen cada vez más empleos y se producen más pobres.
Por el contrario, nuestros países vecinos, que también soportan el problema de la pobreza, atraen la inversión de capital con el convencimiento de que sólo la creación de empleo privado permitirá a sus sociedades disminuir los niveles de pobreza de su población.