Juan Carlos Harriott, un deportista ejemplar
Días pasados, una entrevista publicada en LANACION permitió adentrarnos en una de esas vidas en las que vale la pena detenerse. "Claro que me gustaría jugar contra La Dolfina: ¡seríamos más jóvenes!", ironizaba con picardía Juan Carlos Harriott (h.) a los 83 años, en el lugar que lo vio nacer.
Fue precisamente Coronel Suárez, ciudad bonaerense a más de 500 km de la Capital, la que decidió honrar a su destacado deportista con una estatua que le dio nombre al club más ganador del Campeonato Argentino Abierto de polo: nada menos que 20 veces merecedor de tan prestigioso título, el más importante del mundo, asimilable a un Wimbledon del tenis, entre otros muchos galardones.
En tiempos de su mayor esplendor deportivo, a "Juancarlitos" Harriott simplemente se lo conocía como "el Inglés", un caballero humilde y sencillo capaz de felicitar a un rival en pleno partido por haber marcado un vistoso gol a su propio equipo. Hijo de otro gran ganador de Palermo y convertido en uno de los mejores polistas de todos los tiempos, era absolutamente incapaz de vanagloriarse ante un elogio.
Al recorrer su apasionante vida se lo percibe incómodo cuando el interlocutor pretende ponderar su trayectoria. Para él, todo lo que logró "fue mérito del equipo, no de uno solo". Se refiere así a aquel legendario conjunto que compartió por más de diez años con su hermano, Alfredo, y con Horacio Antonio y Alberto Pedro Heguy.
En 2015, sus méritos personales le valieron incluso el ingreso al Hall de la Fama de Wellington, Palm Beach, en una ceremonia de gala efectuada en una carpa contigua al Museo del Polo de aquella localidad norteamericana. Solo siete veces había jugado en los Estados Unidos.
Quienes lo frecuentan rescatan su rectitud, su hombría de bien, la fidelidad a sus convicciones, todas estas expresiones de su singular manera de entender la vida. Sin alardes. Enalteciendo incluso al más acérrimo de sus rivales deportivos, el equipo de Santa Ana, su clásico competidor frente al cual solo perdió dos veces en la llamada Catedral del Polo, el campo de Palermo, para festejar triunfos en muchas más ocasiones. Al conjugar ese espíritu de eximio jugador y recto deportista, afirmó: "Santa Ana llegó a ser lo que fue gracias a Coronel Suárez. Y Suárez fue lo que fue gracias a Santa Ana. Tuvimos la suerte de ganar más veces que ellos. Tratabas de mejorar todo el año en caballos pensando en Santa Ana. Y ellos hacían lo mismo. Fue una rivalidad que nos potenció".
A lo largo de su vida, cimentó sobradamente cada centímetro de la admiración que se ganó dentro y fuera de las canchas. Cuando el rápido acceso a la información, potenciado por las redes sociales, no era parte del paisaje, su figura pudo haber pasado desapercibida. Quienes se dan el gusto de conocerlo y tratarlo no hacen más que confirmar que estamos delante de un personaje entrañable, merecedor de todos los homenajes.
En su vida, disfrutó de incontables alegrías y debió lidiar también con profundos dolores, como la partida de su compañera a lo largo de casi medio siglo, el voraz incendio de su casa en el campo La Felisa o el robo de los trofeos que en tan buena ley había ganado. Nada modificó su esencia.
Aún frente a los profundos cambios que experimentó el deporte de sus amores a partir de los años 90 con la profesionalización, nadie duda de que Harriott seguirá siendo un espejo y un ejemplo indiscutido. La vigencia de los grandes.