Inteligencia estatal: la seguridad, en riesgo
Ni siquiera Cambiemos, que llegó al poder con la bandera de la regeneración institucional, pudo resistir la tentación de usar a la AFI para fines espurios
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Como sostuvimos semanas atrás desde estas columnas, las tareas de inteligencia estatal en las democracias modernas suelen plantear uno de los desafíos más sensibles para los gobiernos. No hay país serio en el mundo que no cuente con servicios de inteligencia profesionales, claves para proteger sus intereses frente a graves amenazas externas.
En contraposición con la seriedad que estas cuestiones demandan, recientemente hemos asistido a un episodio dramático y cuasi farsesco que dejó una vez más al descubierto la irresponsabilidad y la impericia que caracterizan a varias áreas del actual gobierno. La identidad y los datos personales de más de un centenar de agentes y exagentes de inteligencia nacional, con base en la Argentina y en nuestras sedes diplomáticas, salieron peligrosamente a la luz. Se trató de la filtración de datos secretos más grande de la historia del país.
La dirección de la inteligencia de Estado en la Argentina fue casi siempre una actividad poco profesional, subordinada a políticas facciosas, desde el gobierno de Juan Domingo Perón, que la creó, en adelante. Salvo contadas excepciones, al frente de los servicios de inteligencia los presidentes de turno han puesto a amigos improvisados que, en general, se han caracterizado por carecer de conocimientos técnicos básicos –y, en casos resonantes, de la imprescindible idoneidad moral–, prostituyendo una función clave para la seguridad del país, que debería mantenerse al margen de cualquier interés político-partidario. Los ataques terroristas contra la embajada de Israel y la AMIA, aún hoy impunes, ilustran con claridad fallas en esa primera línea de defensa que impidieron anticiparlos debidamente para posibilitar su neutralización y evitar los daños. Tampoco contribuyeron a resolver los casos, sino más bien todo lo contrario, al punto de que la intervención de organismos de inteligencia terminó afectando los procesos investigativos, como ocurrió con el también impune asesinato del fiscal Alberto Nisman.
Empezando por el terrorismo, los riesgos a la seguridad incluyen la proliferación de armas de destrucción masiva; el narcotráfico; potenciales ataques a objetivos estratégicos, como centrales nucleares o hidroeléctricas, o ataques a centros de transporte o aeropuertos; la criminalidad organizada a gran escala, que avanza corrompiendo estamentos del Estado, y la financiación y el lavado de dinero proveniente de esas actividades ilegales. Es sumamente preocupante también la creciente cibercriminalidad, que atenta contra la infraestructura de redes públicas y privadas, entre otros objetivos.
La comisión bicameral no debería someterse a los designios de funestos personajes como Moreau, cuyos intereses facciosos son bien conocidos
En un mundo globalizado, los países intercambian información sensible orientada a gestionar de la mejor manera estos desafíos de naturaleza transnacional, para lo cual la cooperación resulta vital. Sustentada en la construcción de confianza mutua entre organismos pares, es clave la capacidad de mantener en secreto tanto las fuentes como la identidad de los agentes de cada país.
La labor de inteligencia, por la información que se maneja, las fuentes que la generan y los agentes que la recaban y analizan, queda amparada bajo la protección del secreto, principal regla en esta materia, exceptuada por ello de las normas generales de transparencia y acceso a la información. La pérdida de la confianza se paga cara, puesto que compromete no solo la integridad y las vidas de muchos agentes y funcionarios, sino, por sobre todo, la seguridad y paz de la nación, así como también las de otros países.
El manejo de información secreta exige, como pocas otras tareas, profesionalismo y apego irrestricto a la legalidad, impidiendo que sea utilizada para esconder errores, fracasos o, peor aún, delitos que la vuelvan una amenaza para una sociedad democrática. Espiar internamente a opositores, políticos, periodistas, jueces, fiscales, empresarios o simples ciudadanos constituye una peligrosa perversión de la función y un atentado a la libertad y la privacidad que un control parlamentario responsable debe supervisar y, una Justicia independiente, sancionar con ejemplaridad. La Comisión Bicameral de Fiscalización de Organismos y Actividades de Inteligencia no debería someterse a los designios de funestos personajes como Leopoldo Moreau, quien la preside, y cuyos intereses facciosos son bien conocidos.
La reciente filtración de nombres ha provocado una desconfianza generalizada en la capacidad de la Argentina para proteger sus activos y sus fuentes, comprometiendo y perjudicando también los intereses de sus aliados. Cristina Caamaño, actual interventora de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), ha pretendido negar su responsabilidad. Lo ocurrido constituye una falta elemental en la toma de recaudos mínimos para la protección de información secreta.
La doctrina de inteligencia nacional vigente y la estructura orgánica y funcional de la AFI fijan claramente la responsabilidad de la conducción de ese organismo para garantizar la reserva de identidad e identificación del personal para evitar la adulteración, pérdida o tratamiento no autorizado de archivos, registros o bancos de datos con información personal de los integrantes del escalafón de inteligencia.
Días atrás, en un fallo curioso, pero no sorprendente, que ignora por completo el marco normativo, la jueza María Servini de Cubría dictó la falta de mérito de la titular de la AFI en la causa que investiga su responsabilidad en una filtración que ha causado un daño gravísimo e irreparable.
La tarea de inteligencia está plagada de dilemas éticos y morales. Suprimir su función, como algunos propician, no es una opción razonable en el mundo actual sin incrementar peligrosamente los riesgos y las vulnerabilidades de la Nación. La conocida ex primera ministra de Israel Golda Meir decía en referencia a los miembros del servicio secreto de su país, el Mossad: “Para hacer las tareas más duras y difíciles del Estado, debemos emplear a las mejores personas y los más capaces”.
A nivel local, debemos velar por que sus titulares rindan prolija cuenta y asuman sin retaceos sus indeclinables responsabilidades. Las deformaciones en el manejo de esa delicadísima función han continuado, con distinta intensidad, a través de administraciones de diverso signo. Ni siquiera la de Cambiemos, que llegó al poder envuelta en la bandera de la regeneración institucional, pudo resistirse a la tentación de utilizar la AFI como un instrumento de persecución de dirigentes políticos opositores, pero también propios, periodistas y empresarios. La coartada según la cual se trató de una serie de acciones clandestinas ejecutadas por espías que actuaban por cuenta propia no resiste la crítica de un niño. Es impensable que un agente de inteligencia espíe al jefe de gobierno de la ciudad, integrante conspicuo del oficialismo; al presidente de la Cámara de Diputados, también del partido del gobierno, o a otros importantes dirigentes del entonces partido gobernante, sin instrucciones que emanen de la conducción del organismo. Gustavo Arribas y Silvia Majdalani, que ejercieron esa conducción, deben responsabilizarse ante la Justicia por esas y muchas otras acciones clandestinas. Es una gran ocasión para que la Justicia desmienta la presunción, alimentada en innumerables antecedentes, de que los tribunales de Comodoro Py están sometidos, en sus decisiones, por razones inconfesables, al tan tenebroso como poderoso poder del espionaje irregular.
Los costos asociados a la tarea profesional y despolitizada de una inteligencia que se desenvuelva dentro de la legalidad y los debidos controles solo se justifican en la necesidad de garantizar la seguridad de la nación y la preservación de sus objetivos estratégicos respetando la ley y los derechos humanos. Como ya se ha visto, acceder a pagar cualquier otro precio torna por demás peligrosa una labor tan sensible como necesaria.