Inseguridad: una pelea en la que se nos va la vida
La asombrosa desidia de nuestros gobernantes frente a una delincuencia que no tiene límites deja cada vez más desprotegida a la sociedad
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En las últimas semanas, la realidad se encargó de confirmar tres cuestiones vinculadas con la ola delictiva que asuela buena parte del país. La primera es que no está entre las prioridades de los gobernantes garantizar la seguridad de las personas, a pesar de que esa preocupación se encuentra casi siempre a la cabeza de los reclamos ciudadanos. La segunda es la indolencia que muestran dirigentes políticos de primera línea frente a la pérdida de vidas humanas como producto de la delincuencia. No hay ejemplo más claro y contundente que el del gobernador bonaerense, Axel Kicillof, cuando, en un esfuerzo por despegarse de los asesinatos en su distrito, esgrimió que es un problema que viene de larga data, como si fuera un relator de los hechos, un mero espectador. La tercera es el hartazgo de la gente frente al delito que no para de crecer, lo que la lleva a movilizarse cada vez más en reclamo de justicia y de medidas concretas que combatan la inseguridad.
El asesinato del quiosquero Roberto Sabo, de 48 años, en La Matanza, ejecutado por un delincuente reincidente que entró a robar en su comercio acompañado por una cómplice de apenas 15 años, sublevó a los vecinos que, desencajados, enfrentaron en protesta a las fuerzas policiales. Decenas de uniformados hicieron un cordón para evitar que los manifestantes avanzaran sobre la comisaría: una desproporción numérica que desentona groseramente con su falta de presencia a la hora de la prevención.
Los viejos y falsos debates sobre mano blanda o mano dura, las peleas entre jurisdicciones, los proyectos cajoneados en el Congreso y las mentiras sobre las cifras del delito postergan la búsqueda de soluciones
La policía cumple órdenes del poder político y este no ha hecho más que desentenderse del dolor ajeno. Mientras el ministro de Seguridad bonaerense, Sergio Berni, se preocupaba por demostrar que el delito había bajado en 2020 –ciertamente, no se esperaba que ocurriese otra cosa durante el confinamiento estricto por la cuarentena– su par nacional, Aníbal Fernández, el de la consabida “sensación de inseguridad”, afirmaba tardíamente que el asesinato de Sabo no había sido “una cuestión policial” porque finalmente un policía forcejeó con el delincuente y lo atrapó.
A Berni lo desmienten las cifras del delito en la propia La Matanza. Según fuentes judiciales, en la primera semana de este mes se registraron ocho homicidios en ese distrito: tres tuvieron lugar en el lapso de 48 horas. Los vecinos relatan con horror infinito los 14 balazos que terminaron con la vida del referente social René Mendoza Parra, de 78 años, asesinado en la puerta de su casa, poco después de haber participado de una charla en la que expuso sobre la situación de inseguridad creciente en su barrio ante el avance del narcotráfico. Sabo y Mendoza Parra fueron asesinados el mismo día.
A Aníbal Fernández lo desmiente la propia historia del sector político al que pertenece. Desde 1983 a la fecha, el peronismo gobernó durante 30 años la provincia de Buenos Aires y La Matanza siempre estuvo gestionada por un miembro de ese partido. La vicegobernadora provincial, Verónica Magario, fue intendenta durante cuatro años (de 2015 a 2019) y su pareja, Fernando Espinoza, lleva ya 12 años como jefe comunal de ese distrito. Vuelve a quedar a la vista que si hay un partido que nada ha hecho por garantizar la seguridad ha sido el suyo.
“Sucede en todos los lugares del mundo, en algunos más y en algunos menos. Estamos tratando de hacer un trabajo lo más prolijo posible y de utilizar los recursos humanos con los que contamos de la mejor manera”, dijo Aníbal Fernández tras el asesinato de Sabo, como si no integrara una gestión de gobierno como la de Alberto Fernández que ya cumple dos años: un bienio en el que la anterior ministra de Seguridad, Sabina Frederic, hizo todo lo posible por relegar el derecho de las víctimas frente al de los victimarios. El Frente de Todos gastó medio mandato abrevando, como es su costumbre, en la doctrina zaffaroniana que promueve el abolicionismo. Los cultores de esa nefasta teoría pretenden hacer creer que el victimario es víctima de la sociedad que lo llevó por el mal camino; que el delincuente usurpador de tierras es un justiciero que levanta las banderas de los despojados frente a un Estado ruin y ladrón, y que los políticos presos por corrupción no son estafadores, sino presos políticos. Las últimas declaraciones públicas de Zaffaroni son elocuentes. “[Leandro Suárez, el asesino de Sabo] se bajó de un remís y mató por un osito y unos chocolates (...) No se puede confundir un perejil con un homicida. Encerrar perejiles es reproducir la delincuencia”.
Tan teñidos de politiquería barata, de falso interés y de oportunismo están muchos dirigentes, que ya nadie les cree. Basta con recordar el abucheo que el propio Berni recibió de parte de un grupo de vecinos de Quilmes durante una marcha para pedir justicia por Lucas Cancino, el chico de 17 años asesinado durante un robo cuando iba al colegio. Alcanza también con observar la forma en que tuvo que ser escoltado el gobernador de Santa Fe, Omar Perotti, en medio de una protesta ciudadana por el crimen de Joaquín Pérez, un arquitecto de 34 años y padre de una niña de dos años, asesinado a mansalva para robarle el auto, en Rosario.
Adjudicar a los medios de prensa o a la oposición valerse de las muertes para perjudicar al Gobierno constituye una tan burda como mentirosa afrenta, inaceptable para todas las familias que han perdido a sus seres queridos.
En el otro extremo se inscribe el asesinato del adolescente Lucas González, a manos de policías de civil que lo confundieron, junto a sus amigos, con posibles delincuentes y les dispararon. El injustificable exceso policial no es ajeno a esta escalada de inseguridad donde se mezclan la mala preparación profesional, preferir las balas de plomo a las pistolas Taser y, lamentablemente, los prejuicios que nos vuelven cada vez más desconfiados y nos exponen a una muerte violenta.
Otro caso paradigmático es el de la Patagonia, donde los habitantes padecen en carne propia cómo las autoridades nacionales hacen la vista gorda frente al avance indiscriminado de delincuentes que se dicen mapuches y que arrasan con bienes públicos y privados. Y también en el conurbano donde, paradójicamene, la represión policial se yergue sobre los ciudadanos que claman justicia y seguridad.
La masiva y constante liberación de presos constituye otro triste ejemplo de esta paradoja.
Los viejos y falsos debates sobre mano blanda o mano dura y sobre garantismo versus gatillo fácil; el desvío de presupuestos de seguridad; las peleas entre jurisdicciones para ver quién maneja los fondos girados por la Nación a provincias y municipios; el destino discrecional de esos dineros entre gobernadores e intendentes amigos del poder central; los proyectos sobre seguridad que se acumulan en el Congreso sin ser tratados; el ninguneo del tema en las plataformas de los partidos políticos; su subvaloración en los debates de campaña; la discrecional defensa de los derechos humanos; la mentira sobre las cifras del delito; la enorme burocracia policial y judicial, las controversias sobre el verdadero alcance del accionar policial y la puerta giratoria por la que salen delincuentes a poco de haber entrado en una comisaría o en un juzgado son algunas de las enormes piedras que obstaculizan el camino hacia la búsqueda y aplicación de soluciones para combatir el drama de la inseguridad.
“El delito es el tema que más nos preocupa más allá de la pandemia”, decía con énfasis Alberto Fernández en septiembre de 2020 en un acto al que también asistieron Kicillof y Berni. Una vez más, sus encendidos discursos entran en colisión con la realidad, cuando no con sus propias palabras pasadas. Mientras tanto, la fragilidad de la vida queda en evidencia a manos de una delincuencia que no encuentra límites.