Inseguridad: el riesgo de caer en un todos contra todos
Resulta inadmisible que la defensa del derecho inalienable a la vida alimente los enfrentamientos en vez de unirnos en la búsqueda de soluciones
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El asesinato de Lucas González, joven futbolista de 17 años, a manos de tres policías de la Ciudad vestidos de civil, y el crimen de Nicolás Martínez, de 35, en una comisaría de San Clemente del Tuyú constituyen dos hechos tristísimos producto de una combinación de acciones y omisiones letales y de larga data que no pueden o no quieren resolver nuestras autoridades.
La muerte de civiles a manos de efectivos de las fuerzas de seguridad es un grave delito condenado con durísimas penas de cárcel para los oficiales que abusan de su poder. La contracara de tan tremenda realidad obliga a reconocer que hay muchos uniformados que pierden la vida a manos de delincuentes tanto o mejor armados que ellos.
El creciente miedo de ser víctima de la delincuencia crea prejuicios que retroalimentan ese temor y nos pone a la defensiva
Cuando lo que domina es la inseguridad y quienes tienen la responsabilidad no hacen nada para evitarla, se corre el serio riesgo de sumergirnos en un todos contra todos. La muerte de un joven que tenía la vida por delante es dolorosísima, como también lo es la del jubilado que fallece en un asalto, la del ladrón muerto, la del ajusticiado por un uniformado o la del policía asesinado porque se resistió a que le robaran su vehículo o a que atacaran a su familia. Cada vida que se pierde nos llama a reflexionar, pero también a actuar.
El flagelo de la inseguridad está llevando las cosas más allá de todo límite. El creciente miedo de ser víctima de la delincuencia crea prejuicios que retroalimentan ese temor y, como ciudadanos, nos pone a la defensiva. El miedo de la policía de ser falsamente imputada por imponer el orden en las calles también ha ido creciendo, ha subvertido valores y ha jaqueado el principio de autoridad. Lamentablemente, es cada vez más común ver cómo grupos de seudogarantistas o abolicionistas prefieren mantener a los uniformados tras las rejas antes que presos a los delincuentes. Son los mismos que se oponen absurdamente o por razones ideológicas o políticas al uso de las pistolas Taser en lugar de las balas de plomo, a las que la mayoría de las veces no se sobrevive. No hay ya justificación posible ante tanta necedad.
Una policía sin recursos, capacitación ni pertrechos, con miedo de ser falsamente imputada por cumplir con su deber, lleva a la inacción y a la subversión de valores
Si a todo ello se suma la enorme disponibilidad de armas en manos de delincuentes, muchas veces bajo el efecto de estupefacientes, sabedores de que pueden entrar por una puerta al calabozo y salir rápidamente por la otra, el resultado no puede ser más trágico. Que haya bandas que desde la cárcel organizan y llevan adelante asesinatos a mansalva, como la de Los Monos, en Santa Fe, nos habla también de un contubernio, de una execrable connivencia entre agentes penitenciarios y policiales y el poder político. Las zonas liberadas de uniformados y las lapiceras rápidas de algunos jueces y fiscales que dejan en libertad a delincuentes condenados por delitos gravísimos, e incluso a reincidentes, suman ingredientes determinantes a este cóctel mortal.
La falta de adecuada y suficiente capacitación, además de los elementos de protección y las herramientas indispensables con las que deben contar las fuerzas de seguridad, es otro punto crítico que muchas veces se ve condicionado por la escasez de recursos, pero que urge priorizar y encarar.
Resulta tan penoso como desolador para el ciudadano común –y máxime para los deudos de las víctimas– que se sigan sucediendo en nuestro país casos como la desaparición y muerte de Facundo Astudillo Castro, que claramente dejó al descubierto un grave problema que lleva décadas sin solución: el abuso de poder de algunos sectores de la policía.
Es hora de superar los enfrentamientos priorizando la salvaguarda de la vida de todos los ciudadanos por igual
Los nombres de Florencia Magalí Morales, Franco Maranguello, Mauro Coronel, Luis Armando Espinoza, Walter Ceferino Nadal, Lucas Nahuel Verón, Alan Maidana, Lucas David Barrios, Raúl Dávila y Valentino Blas Correas son algunos de los que atestiguan dolorosamente la más trágica consecuencia de inadmisibles desbordes en la respuesta policial. Que estas deleznables prácticas persistan en el tiempo, en no pocas ocasiones cobijadas bajo errados códigos de camaradería dentro de las filas de las fuerzas, solo exhibe el fracaso de los poderes del Estado para desarticularlas. Las policías deben estar subordinadas a las directrices del poder político, y cada órgano ejecutivo de gobierno con incidencia en materia de seguridad tiene el deber de garantizar el férreo control de la actuación policial en el respeto irrestricto de la ley.
Se necesitan señales y acciones muy claras y contundentes desde la propia cúspide del poder político. Basta recordar la liberación de presos durante la cuarentena estricta o las fuerzas de seguridad abocadas a perseguir a ciudadanos que no respetaban los protocolos. Diversas investigaciones dieron cuenta de que durante el encierro por la pandemia creció el número de casos de abusos policiales.
Mientras el gobierno nacional siga resistiéndose a actuar como debería, por ejemplo, frente al gravísimo accionar de violentos sediciosos en la Patagonia que se hacen llamar mapuches para arrasar con todo a su paso, usurpando y destruyendo viviendas y propiedades tanto públicas como privadas, difícilmente mejoren las cosas. Incluso, como muestra de grosera contradicción, barajar la posibilidad de que con los aforos al ciento por ciento en las canchas de fútbol puedan volver los hinchas visitantes constituye otro despropósito, como ya señalamos días atrás desde estas columnas. La logística policial que requieren esos eventos va en directo desmedro de la seguridad en zonas donde el delito se enseñorea. La incoherencia resulta flagrante.
Las propias instituciones policiales –en las que ciertamente muchísimos buenos oficiales están dispuestos a entregar sus vidas en defensa de la ciudadanía– deben crear sus anticuerpos para erradicar las prácticas brutales, y si eso no bastara, las instituciones públicas deberán ejercer con rapidez, eficacia y sin dobleces su deber de corregir cualquier violación de las leyes.
Pero no podrán lograrse avances significativos si no se combaten con firmeza y en simultáneo todos los puntos críticos que conviven dentro del extendido mapa de la inseguridad en el país, aunando también criterios entre los distintos niveles de decisión que tan reiteradamente hemos visto enfrentarse. Dicho en otros términos, es hora de priorizar activamente la salvaguarda de las vidas y los derechos de todos los ciudadanos. Abordar una salida consensuada que contemple el acatamiento de las leyes, el castigo para quienes las incumplen así como la capacitación, el debido pertrechamiento y el control eficiente y responsable de las fuerzas de seguridad, no pude continuar postergándose. Mientras quienes nos gobiernan desoyen un clamor que crece día tras día, la defensa del inalienable derecho a la vida amenaza peligrosamente con seguir enfrentándonos.