Impunidad
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Las recientes informaciones sobre las visitas que recibió el presidente Alberto Fernández en la quinta de Olivos durante los tiempos en que, por decisión del propio gobierno nacional, existía una estricta cuarentena, han vuelto a poner en evidencia que el propio jefe del Estado se ha burlado de la ciudadanía.
Esta apreciación cobra especial sentido si recurrimos al archivo y advertimos que, por esos días en que recibía cínicamente a quien quisiera en el chalet presidencial, el propio Presidente advertía que aplicaría el rigor de la ley contra quienes violaran el aislamiento social preventivo y obligatorio y afirmaba: “A los idiotas les digo que la Argentina de los vivos se terminó”.
Ante la difusión del listado de personas que se hicieron presentes en la residencia presidencial sin que se pudieran establecer razones de Estado que justificaran esos encuentros, asistimos a sobreactuadas victimizaciones de algunos de los visitantes de Olivos. Más allá del respeto que ciertamente merece la vida privada de las personas, no corresponde que detrás de ese derecho a la intimidad se pretenda desviar la discusión de la cuestión central que ha desnudado esta controversia: el mal ejemplo de un presidente para quien el principio de igualdad ante la ley que consagra nuestra Constitución es letra muerta.
Parece claro que el primer mandatario no ha cumplido con las severas restricciones que él mismo le impuso a la sociedad argentina.
Los encuentros en Olivos en los que se habrían festejado los cumpleaños del Presidente y de la primera dama contrastan con las penurias que debieron sufrir tantos argentinos que no solo se vieron privados de salir de sus casas y de ver a sus seres queridos, sino que ni siquiera tuvieron la posibilidad de despedirse de ellos ante su muerte y de rendirles el debido homenaje.
Con estas revelaciones queda en evidencia el escaso compromiso con los ejemplos morales que, una vez más, exhibe un segmento de la dirigencia política que curiosamente ocupa las más altas responsabilidades públicas. Se trata de una dirigencia para la que no parecen existir limitaciones éticas, convencida de que el poder le confiere inaceptables privilegios e impunidad. Una tan irritante como imperdonable concepción que pretende encaramarla por encima de la ley: “Haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago”.