Impecable interinato en la Procuración General
El procurador interino, Eduardo Casal, ha cumplido una brillante gestión, que amerita su designación como titular de este órgano vital
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La Procuración General de la Nación es un órgano independiente previsto en la Constitución que tiene funciones delicadísimas, entre las que se destacan promover la actuación de la Justicia en defensa de la legalidad y de los intereses generales de la sociedad y el diseño de la política de persecución penal que ejecutan todos los fiscales. Más de seis años han pasado desde que, por renuncia de su titular, el cargo de procurador general se encuentra ejercido por quien legalmente debe hacerlo, el doctor Eduardo Casal, pero de manera interina.
La dirigencia política no puede salir de su lógica de trueques partidarios, del ansia por designar funcionarios afines a cada bando. No ha logrado estar a la altura de lo que mínimamente es exigible para un cargo de semejante importancia: acordar la designación de una persona inobjetable tanto desde el punto de vista técnico como ético y de la que no pueda sospecharse una actuación al servicio de ningún grupo de la política.
El desempeño del doctor Casal ha mostrado todas esas cualidades. Si a los políticos les parece insuficiente el involuntario pero conveniente “período de prueba” que significó su brillante gestión como para designarlo titular, que es lo que correspondería hacer, y dado que ningún interinato es deseable, deben tomar seriamente la responsabilidad de seleccionar a otra persona, para lo que sobran candidatos aptos en el país.
La escasa confianza pública en el Poder Judicial obliga a elegir muy bien al procurador general
Pero ha ocurrido lo contrario. Como cada vez que alguna institución ejerce su rol constitucional de poner límites al ejercicio del poder, que para eso está, los gobiernos arremeten contra las personas, sean jueces o fiscales, y cuando no logran removerlas intentan cambiar las reglas. Todo eso ha hecho el gobierno de Alberto Fernández, que ha atacado injustificadamente al doctor Casal y ha propuesto, dentro de su programa de reformas al sistema judicial, alivianar la mayoría necesaria para la designación y remoción de quien ocupe la Procuración General, entre otros despropósitos que nada tenían que ver con el mejor funcionamiento de los tribunales, sino del reparto de poder a la hora de designar a sus titulares.
Presa de sus propias tensiones internas, y mientras se victimiza por una imaginaria guerra política a través de los tribunales y despotrica por lo que ha llegado hasta a calificar de “mafia judicial”, el oficialismo ni siquiera impulsa el tratamiento del pliego de quien él mismo propuso en su momento: el del juez Daniel Rafecas, que por estos días se ha ocupado de avisar que está dispuesto a asumir en una posición a la que nadie parece convocarlo. Hay razones para considerar que se trata de un pésimo candidato: además de haber tenido muy cuestionadas actuaciones en varias causas de relevancia pública relacionadas con la actuación del poder político, fue sancionado por el Consejo de la Magistratura por serias inconductas que no revelaron un desconocimiento del derecho, sino graves infracciones de imparcialidad, pues admitió haber dialogado en una causa con la parte imputada para que esta pudiera preparar mejor lo que diría después. Los llamados “Principios de Bangalore sobre la conducta judicial”, aprobados en 2006 por el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas, aclaran que los magistrados deben evitar incluso la apariencia de parcialidad, aunque en concreto fallen con apego a la ley. No se trata principalmente de una sospecha sobre sus personas, sino de la confianza que debe generar la institución que representan. El doctor Rafecas claramente no pasa tampoco esa prueba.
La escasa confianza pública en el Poder Judicial que muestran las encuestas obliga a una respuesta de la política que sea tan rápida como seria y a elegir muy bien al procurador general de la Nación. Bajo cualquier circunstancia, un interinato de seis años del actual procurador, que –insistimos– debió haber sido titularizado en el cargo, es vergonzante y solo contribuye a profundizar una crisis institucional de ribetes históricos.