Hay libros que no muerden
Ignorar cuestiones elementales de la economía, politizando los hechos y mintiendo sin pudor, mantendrá al país en la incultura que pretenden imponer los que se creen astutos
- 6 minutos de lectura'
El preacuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) no solo abrió una Caja de Pandora en la coalición gobernante, sino que también demostró hasta qué punto distintos actores de nuestra sociedad ignoran principios elementales de economía. Gracias a tantos años de renta agropecuaria, la Argentina se las ha arreglado para sobrevivir, contrariando las leyes de esa ciencia, que ahora pasan su factura.
En su reciente visita a Barbados, el presidente Alberto Fernández se quejó de que el FMI le exigiera eliminar el déficit fiscal, mientras “los países más desarrollados invierten mucho y tienen déficit fiscal”. Basta tomar los libros, que no muerden, para aprender que quienes no tienen moneda no pueden financiar sus déficits. Si se refirió a los Estados Unidos, detrás de cada dólar que emite hay un respaldo de estabilidad institucional, Estado de Derecho y división de poderes. Por eso, el dólar es moneda. La Argentina exhibe el récord de ocho defaults, incluyendo el más grande de la historia. No emite moneda, sino papeles pintados, cuya impresión no sirve para financiar su déficit, sino para crear pobreza. Por lo menos, es lo que dicen los libros, esos que no muerden.
En Honduras, la vicepresidenta también usó dos micrófonos para reivindicar las políticas activas del Estado, ahora puestas en jaque por el acuerdo con el FMI, para impulsar una sociedad justa y soberana. El descomunal crecimiento del gasto durante su mandato, causa del endeudamiento, fue para otorgar subsidios, jubilaciones sin aportes y cargos públicos. Según los libros, que no muerden, el exceso de gastos corrientes, sin financiación, provoca crisis que pagan los más débiles. Como ahora.
El ministro Martín Guzmán insiste en señalar el carácter multicausal de la inflación. Teoría interesante para países normales. En la Argentina, el año pasado, la emisión monetaria alcanzó casi dos billones de pesos. Y, para absorber esos pesos, se han colocado, en sus dos años de gestión, 50.000 millones de dólares de Leliqs y Letes al 40% de interés. Mientras dicta cátedra de puja distributiva y multicausalidad, barre bajo la alfombra del sistema financiero, esa “bomba atómica” de impagable deuda. Un artificio deleznable para disimular lo inocultable. Su teoría no es económica, sino política: echar culpas al sector privado, a los precios internacionales y a las verduras de estación. Más Maquiavelo que Keynes, como le exige el Instituto Patria. La economista Fernanda Vallejos se lo dijo: “Un estado soberano no necesita pedir dinero prestado, porque lo puede crear”. Postulado difícil de ubicar en infinidad de libros, ávidos de lectores porque, insistimos, no muerden.
En el Frente de Todos se ufanan de que el FMI no exija reformas estructurales y, al otorgar años de gracia para empezar a pagar, sostienen que el país va a “consolidar su crecimiento” y lograr la convergencia fiscal. Sin embargo, los textos más elementales, (que no muerden) enseñan que no hay crecimiento sin inversión. Con un riesgo país por las nubes, inflación del 60% y múltiples desvaríos institucionales, en la Argentina hay fuga de capitales, la antítesis de la inversión. Ni la habrá, a menos que se reestablezca la confianza. Un desafío extremo, cuando la citada Vallejos, cercana a la vicepresidenta, llama “okupa” y “mequetrefe” al presidente de la Nación, quien, a su vez, se alinea con Rusia y China para demostrar que no lo es. ¿Inversiones? Ni en capital de trabajo para reponer golosinas del quiosko.
Se asegura, entonces, que el crecimiento vendrá por el aumento de exportaciones. Es cierto que aumentaron de 55.000 millones de dólares a 77.000 millones en 2021 gracias a los mejores precios de los commodities. Pero la Argentina no puede confiar solo en la buena suerte. Debe integrarse al mundo y transformar su perfil mercadointernista para ganar competitividad y triplicar las exportaciones. Y ello implica reformas estructurales. No basta con apoyos puntuales a sectores elegidos, con powerpoints y sin dinero. Sin una drástica reducción de costos y disponibilidad de capitales, seguiremos dependiendo solo del área sembrada y del precio de la soja en Chicago.
El presidente Alberto Fernández, cuando visitó China, en lugar de elogiar a Mao Tsé Tung y su fallido Gran Salto Adelante (1957), que provocó la muerte de 45 millones de personas por hambre, debió interesarse por las reformas de Deng Xiao Ping (1978) que sacaron a 750 millones de la pobreza. Así habría aprendido que las exportaciones crecen con mayor productividad y no con cepos o prohibiciones. Eso está en los libros de la UBA y no escritos en mandarín. En la China que admira, no hay sindicatos, ni delegados, ni leyes laborales. Las reformas que requiere la Argentina son minúsculas al lado del capitalismo salvaje que comparativamente rige en la República Popular. Y no habrá mayores exportaciones si subsiste el enorme “costo argentino”, ese entramado de impuestos, regulaciones y prohibiciones sostenidos por provincias, municipios, empresas estatales, entes autárquicos, cámaras, sindicatos y colegios profesionales. Haber evitado esas reformas estructurales es una buena noticia para esos factores de poder, base de sustentación del populismo. Cada gasto, cada regulación, cada subsidio tiene dueños que se oponen a cualquier cambio. Y lo logran.
La Argentina es un país rico en talento, capital humano y recursos naturales. El mundo se rehúsa a verlo como una nación pobre, aunque la mitad de la población ahora lo sea. Para intentar lograr inversiones de China, por 25.000 millones de dólares, el Presidente optó por inclinarse ante Xi Jinping, en lugar de atraer los 250.000 millones de dólares que los propios argentinos tienen en el exterior, en cajas de seguridad o bajo el colchón. Es una ecuación tan sencilla que cuesta explicarse por qué se prefieren más bases chinas antes que adoptar un programa que inspire confianza.
Pero la respuesta a esa pregunta y a muchas otras no se encuentra en los libros, sino en el avance de las causas judiciales por corrupción contra la vicepresidenta. Y en su contracara: las encuestas para 2023. De ellas dependerá el grado de ajuste, vergonzante y solapado, que seguirá llevando a cabo el Gobierno a costa de una mayoría de ciudadanos que carecen de corporaciones para quejarse. Por lo menos, es lo que demuestran los libros, que nunca muerden.