Hablar claro, sin hipocresías ni disimulos
La multiplicación de planes sociales está destruyendo la cultura del trabajo; no pocos argentinos prefieren vivir de subsidios antes que un empleo
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Mientras la Argentina se hunde desde hace muchos años en el descrédito internacional por tanta desaprensión y torpezas de los gobiernos, una hipocresía generalizada cumple aún el cometido de barrer bajo alfombras razones evidentes, pero que no se mencionan por su nombre.
Ha habido miles y miles de discursos y artículos periodísticos al respecto. Han exhortado a los habitantes del inmenso y privilegiado territorio nacional a volver a las fuentes que en su momento confirieron a este espacio del planeta notoriedad por su potencial de grandeza. O por haber logrado niveles continuados de una producción interna que colocó a la Argentina entre los diez países con más acelerado desarrollo mundial, como ocurría alrededor del Centenario.
Se habla con valor aceptado de que importantes franjas de la población han perdido o disminuido perceptiblemente la noción de que aquella grandeza provino del trabajo y del estudio. Fue lo que inculcaron los estadistas del siglo XIX –Mitre, Sarmiento, Avellaneda– y potenció la cultura que aportó la inmigración.
La demagogia ha hecho estragos desde 1943 y los ha acelerado en los últimos cincuenta años por motivos tan diversos como, por ejemplo, el de la llamada industria del despido. Es la causa de costos laborales que impiden competir en otros mercados e, incluso, en no pocos casos, en nuestro propio territorio. Alientan esa descomunal anomalía juzgados del trabajo que parecen moldeados para satisfacer demandas insólitas y abultar bolsillos, antes que para impartir la justicia que se espera de tribunales imparciales.
El paro dispuesto días atrás por sindicatos de personal docente, a raíz de la decisión judicial que ordenó la reanudación de las clases presenciales, interrumpidas por un decreto presidencial manifiestamente anticonstitucional, refleja la magnitud de los obstáculos que deberán superarse a fin de lograr la recuperación de la educación pública. No es poca, en tal sentido, la deuda del Estado argentino por mantener desinformada a la sociedad sobre el grado de cumplimiento en toda la letra de planes de asistencia social condicionados a la inscripción y regularidad escolar en estudios básicos de menores de familias beneficiadas. Son condiciones mínimas, pero sin las cuales se burla la posibilidad de asegurar que chicos y jóvenes dispongan en el futuro de instrumentos hábiles para desempeñarse en el universo de demandas laborales cada vez más exigentes.
Alguno de los temas de los que no se habla sino en términos generales por la hipocresía que alientan las formas más degradantes del populismo bajaron a la realidad concreta, por imperio de las circunstancias, en documentos de entidades gremiales empresarias. Así, la Confederación Argentina de la Mediana Empresa (CAME) se ha animado a alertar sobre la falta de trabajadores rurales, que causa pérdidas en tiempos de cosecha de varias economías regionales. Sucede en la recolección de cerezas, frutos de carozo, ajo, tabaco, vid, cítricos, pomáceas, té y olivos, pues los programas de asistencia social “desincentivan a los beneficiarios a aceptar un empleo registrado, ya que el blanqueo implica la baja automática de los beneficios”.
Es un fenómeno del que en las urbes se habla en voz baja, como en las referencias al personal doméstico al que no se regulariza porque, de otro modo, perdería automáticamente en múltiples casos algún beneficio graciable. Más grave aún es la situación en ciertas tareas como la de los albañiles, por ejemplo. Suele rechazarse el trabajo ofrecido a integrantes de un grupo familiar porque entre todos hacen, como suele decirse, una vaca con los magros ingresos individuales por partidas provenientes del Estado. ¿Dónde queda el sentido legendario de la dignidad del trabajo? Recuperar aquella cultura del trabajo constituye todo un desafío para nuestra sociedad.
En diversas actividades rurales faltan trabajadores , pues los programas de asistencia social desincentivan a sus beneficiarios a aceptar un empleo registrado
Los empresarios de las economías regionales no cuestionan las ayudas del Estado, pero encienden una luz roja: no deberían, al menos, constituirse en entorpecimiento para la actividad laboral y productiva. Urge, entonces, compatibilizar planes y programas sociales con el empleo registrado. Dicen bien que resulta paradójico que el Estado quiera, por un lado, combatir la evasión y la informalidad, y por el otro, coloque en encrucijada kafkiana a quienes ofrecen trabajo y solo reciben por eco el temor a perder una ayuda estatal.
Otro tanto ha sido señalado por voceros del sector yerbatero. Corre riesgo por lo antedicho el 20 por ciento de la producción –6000 millones de pesos– a raíz de la incompatibilidad entre el pago por trabajo y la gratuidad de los planes sociales. Proponen una fórmula híbrida: establecer un sueldo promedio de 70.000 pesos, de los cuales los empresarios abonarían 40.000 y el remanente sería subsidiado por el Estado.
El kirchnerismo elevó la cantidad de beneficiarios de planes sociales de 6,7 millones en 2008 a 10,6 millones en 2015. Con el gobierno de Juntos para el Cambio esos planes aumentaron otro 21%. Con los actuales niveles de productividad del país, y con las inversiones extranjeras dándonos la espalda, se llega a cifras imposibles de financiar. En 1980 el gasto público social representaba el 47% del gasto público de la Nación; en 2017, alcanzaba el 66%; un lastre que lejos de impulsar un despegue económico nos condena al asistencialismo improductivo.
Una paradoja de esa exorbitancia es revelada por el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina: entre 2010 y 2015 rigieron planes sociales para el 24% de los hogares del país; hoy, se extienden al 33,4% de esos hogares. Sin embargo, la pobreza afecta ahora al 42% de la población –con un 10,5% de indigentes– y a más del 50% de los jóvenes. En el sentido más amplio, la totalidad de los programas sociales, planes y prestaciones cubre a 27.505.566 beneficiarios, según Orlando Ferreres y Asociados, que tomó como fuente los últimos datos del Consejo Nacional de Coordinación de Políticas Sociales (CNPS). Los principales rubros corresponden a jubilaciones y pensiones, 5.724.054; programa Sumar, 4.807.182; AUH y AUH por discapacidad, 3.943.172; Programa Hogar, 2.766.067; tarifa social eléctrica, 2.759.589; tarifa social de gas, 1.397.000; pensiones por invalidez, 1.069.037; tarjeta alimentaria federal, 1.038428; becas Progresar, 578.121; monotributo social, 371.065 y madres con más de siete hijos, 308.336.
En medio de una situación en la cual los datos precedentes constituyen, a pesar de su extrema gravedad, apenas una de las causas concurrentes para la desazón y el abatimiento de cualquier sociedad con conciencia cívica, la clase dirigente debe hablar de los problemas existentes con claridad. Debe dejar de rehuir compromisos públicos con actitudes hipócritas o silencios incomprensibles y cómplices.
Corresponde esa obligación a cuantos se hallan en situación de transmitir opiniones verosímiles e influyentes por trayectoria, profesionalismo o servicios prestados a la Nación. Desde quienes conducen fuerzas políticas o asumen la representatividad ciudadana en bancas conquistadas por el voto popular hasta las instituciones jerarquizadas por su papel ante la sociedad. Desde entidades sindicales y empresarias hasta las que evangelizan sobre los espíritus desde las iglesias a las academias conformadas, se supone, por las mentes más esclarecidas de cada disciplina, y hasta las casas de estudios en las que se confía la formación de generaciones estudiantiles que accederán más adelante a la conducción de los destinos nacionales.
Nadie debe evadir tales responsabilidades en momentos de graves acechanzas para la nacionalidad; tampoco aguarlas en el disimulo que descalifica. Mal podremos salir de esta encrucijada si insistimos con negar la ley de gravedad. Hacerse cargo de una dolorosa realidad, sin disimulos ni hipocresías, es el primer paso para comenzar a revertirla.