Guerra declarada contra el Poder Judicial
El Presidente y la vicepresidenta han lanzado un ataque frontal sobre la Justicia en pos de impunidad, que pone en peligro la estructura del sistema republicano
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La República está en peligro. Un cada vez más desembozado operativo de desmantelamiento del Poder Judicial, encabezado por Alberto Fernández y Cristina Kirchner durante la semana que pasó, agravó un estado de cosas por demás preocupante que debería seguir movilizando a la ciudadanía que vela por el funcionamiento de las instituciones creadas por nuestra Constitución, antes de que una letal tempestad se las termine de llevar puestas.
Desde esta columna editorial, hemos venido alertando sobre la existencia de un nefasto plan orquestado desde el Gobierno, con la inestimable ayuda de incondicionales en el Senado, en el Consejo de la Magistratura o en la Comisión Bicameral de Monitoreo del Código de Procedimientos en lo Penal. Ese plan, que hasta ahora se había manifestado mayormente a través de proyectos de modificación de la estructura del Poder Judicial, al igual que con designación y posible remoción de fiscales, busca algo tan serio como socavar la independencia del Poder Judicial. Su propósito no es otro que aliviar la situación de los imputados en causas originadas en la matriz de corrupción que caracterizó al gobierno que dejó el poder en 2015, muchos de los cuales son hoy funcionarios.
Hasta ahora, ese ataque constante a través de varios frentes se asemejaba a un movimiento de pinzas. Incluía a varios actores dentro del diseño institucional y, por tratarse en general de iniciativas legislativas, requería para su concreción de cierto consenso que no se habría logrado. Paralelamente, se sucedieron novedades en algunos frentes judiciales que con seguridad detonaron en Cristina Kirchner las alarmas. La condena a Lázaro Báez y familia por lavado de activos, originado según el Tribunal Oral interviniente en actos de corrupción en la contratación de obra pública; el rechazo de la Corte Suprema a revocar la condena contra Amado Boudou y la confirmación de la pena a Milagro Sala fueron algunas de ellas.
Se llegó así al comienzo de las sesiones ordinarias del Congreso y, en el espacio de apenas cuatro días, asistimos a lo que cabe ya describir, siguiendo con el lenguaje bélico, como una guerra declarada y sin cuartel contra la Corte y todos los integrantes del Poder Judicial. Esa guerra, debe señalarse además, es ya contra la estructura misma de la Constitución que nos rige y la República que la identifica. En muy pocos días, los jueces han sido descriptos como un poder aristocrático, compuesto por individuos que desafían la esencia de la democracia pues son vitalicios y no están sometidos al control de las urnas; emparentados con meros instrumentos de dominación de sectores económicos “concentrados” aliados con medios de comunicación “hegemónicos” que los apañan, y hasta comparados con los gobiernos militares de facto, entre otras diatribas descerrajadas tanto por el Presidente en su discurso ante el Congreso, como por la vicepresidenta en una audiencia judicial que ella rebajó a una tribuna política.
En ese marco, Alberto Fernández llamó a los legisladores a asumir un “control cruzado” sobre los jueces, una atribución que no existe en la Constitución, y que derivó en una iniciativa también presidencial de conformar una Comisión Bicameral en el Congreso para analizar el desempeño de los jueces, a la que el siempre servicial senador Oscar Parrilli calificó como una “comisión investigadora”. Al ministro del Interior, Wado de Pedro, se le escuchó decir que los jueces que no se “transformen” deberán irse, y no faltaron intimidantes premoniciones de parte del cada vez más militante Eugenio Zaffaroni, en el sentido de que podría haber una “pueblada” si los miembros del Poder Judicial mantenían sus actuales posturas. Cabe recordar que este exjuez de la Corte devenido en referente del kirchnerismo en cuestiones judiciales, viene abogando por indultos y amnistías para los exfuncionarios condenados y procesados por hechos de corrupción.
Pocas dudas caben ya de que el ataque a la Justicia apunta a garantizar la impunidad de los corruptos, empezando por las cabezas, pero si alguna duda cupiera, el proyecto de “tribunal de Garantías” lo confirma plenamente. Se trata de crear un filtro para los casos que terminarían en la Corte, no con el alegado propósito de evitar la congestión de asuntos, sino para evitar que lleguen al máximo tribunal los casos que comprometen la responsabilidad de los dueños del poder político. Es sencillo, pero perverso: si hay un tribunal que falla de acuerdo a derecho, el funcionario que corre peligro de ser condenado, procura crear una “pre Corte”, un filtro integrado por jueces adictos que impedirá que su caso arribe al más alto tribunal. Si a eso se le suman leyes que le resten competencias y recursos a la Corte, el funcionario habrá conseguido la completa sumisión y dependencia de la Justicia en su beneficio.
Del mismo modo, hablar de “despolitizar” el Consejo de la Magistratura, cuando fue precisamente la expresidenta Cristina Kirchner quien lo politizó, no fue más que otra cínica ironía del primer mandatario.
Semejante desmesura solo puede interpretarse como un ataque frontal a la estructura misma del sistema republicano, consagrado en la Constitución que estos mismos actores juraron defender en algún momento de su vida pública. Es así por cuanto es sabido que sin un Poder Judicial liberado de todo tipo de presiones al que se le garantice en serio su independencia, no habrá manera de controlar lo que los otros poderes hagan.
Con jueces zamarreados y vilipendiados, presionados para que definan si se jubilarán o no, sometidos a “investigaciones” por fuera de las herramientas que la misma Constitución prevé para juzgar su desempeño (el Consejo de la Magistratura para los magistrados inferiores y el Congreso para los miembros de la Corte Suprema, con la necesidad de alcanzar mayorías calificadas para proceder a su remoción), nuestros actuales gobernantes alcanzarán aquello que sin duda se proponen. Reinarán sin límite alguno, doblegarán al único poder que, por definición constitucional, no pueden controlar y dejarán a los ciudadanos que no comulguen con la visión de país que intentan imponer en estado de total desprotección y con un futuro sombrío, de libertades conculcadas y rampante corrupción, una vez demolido todo referente de institucionalidad.
Ningún integrante del Poder Legislativo, nacional o provincial ni ningún otro funcionario público debería alentar semejante intento de copamiento del poder y destrucción de las bases de la República. La nación ya vivió demasiadas épocas oscuras de absolutismo en distintos períodos, y así nos ha ido. A esos funcionarios quizás convendría recordarles la admonición, contenida en el artículo 29 de la Constitución, de lo que les espera a quienes otorguen sumisiones o supremacías –y también a quienes las consientan–, por las que la vida, el honor o la fortuna de los argentinos queden a merced de gobierno o persona alguna. Esto es, la responsabilidad y pena que les corresponde en su calidad de infames traidores a la Patria.