¿Giro en la política ferroviaria?
Más que un cambio de fondo, el Gobierno parece haber percibido su incapacidad para seguir realizando costosas inversiones y para operar un servicio tan complejo
La decisión de entregar la operación de cuatro líneas de los ferrocarriles metropolitanos a dos empresas privadas que ya participaban en esta actividad parece mostrar una reorientación de la política ferroviaria oficial. En efecto, hasta ahora ante cada evidencia de deterioro de los servicios, sea por una catástrofe o por otra razón, el Gobierno daba un paso hacia la estatización. Lo hacía en el marco de un discurso antiprivatista. Es así como en 2007 se creó la Operadora Ferroviaria Sociedad del Estado (Sofse), a la cual se le transfirieron las concesiones a medida que eran rescindidas.
A excepción de la línea Sarmiento, que esta sociedad estatal opera directamente, en los casos del Roca, Belgrano Sur, Mitre y San Martín se tercerizó la operación transitoriamente con la Unidad de Gestión Operativa de Emergencia (Ugofe), integrada, a su vez, por Metrovías, Ferrovías y TBA. Esta tercerización tuvo un carácter más restringido que el de una concesión, con muy limitadas responsabilidades financieras y mínimos riesgos por parte del operador privado.
La estatización completa de la línea Sarmiento se produjo luego de los dos graves accidentes que movilizaron una fuerte protesta y un gran desagrado popular. En todos los casos de fracaso de las concesiones la respuesta oficial fue culpar a los concesionarios sin adjudicarse la más mínima responsabilidad por la ausencia de controles ni por haber destruido la capacidad de inversión debido al congelamiento de tarifas. Es así que después de haber realizado en los dos últimos años importantes adquisiciones de coches y de locomotoras, en general de segunda mano, es posible que el gobierno nacional haya percibido su incapacidad para continuar realizando costosas inversiones y, además, operar un servicio complejo y con alta exposición pública.
El deplorable estado de los ferrocarriles metropolitanos ha sido la causa de la pérdida de numerosas vidas. Es esto lo que hay que lamentar. Es evidente que ahora el Gobierno está pagando un costo político que hubiera querido evitar. La estatización no resolvió, sino que agravó el deterioro y, además, quita en adelante la posibilidad de echar las culpas a los concesionarios privados.
La crisis fiscal ha puesto severos límites a todo sueño de embarcar al Estado en actividades empresarias que no sólo demanden eficiencia, sino también capital.
Las privatizaciones ferroviarias de los noventa fueron demonizadas por el kirchnerismo y también por otros espacios políticos. Esas privatizaciones mostraron resultados claramente positivos hasta 2001. Esto se observó en los servicios de pasajeros en el área metropolitana, en donde los índices referidos al cumplimiento de horarios, accidentes y calidad de servicios mejoraron sensiblemente.
Las tarifas fueron fijadas inicialmente en moneda estable y sujetas a un mecanismo de ajuste previsible. Aunque eran inferiores a las comparables en otros ferrocarriles del mundo, incluso latinoamericanos, en general cubrían los costos operativos.
El Estado se hacía responsable de aportar los fondos para las inversiones. Pero la tendencia a la mejora de los servicios se revirtió a partir de 2002, cuando el congelamiento de las tarifas, unido a la devaluación y al fuerte aumento de algunos costos, rompió el equilibrio económico operacional.
Fue entonces cuando el Gobierno debió subsidiar también el pago de salarios y otros gastos corrientes, pero lo hizo insuficientemente y sin dar previsibilidad. Así se debilitaron el mantenimiento y la inversión.
Después de casi doce años, el deterioro tarifario ha alcanzado niveles inverosímiles. El precio local para un viaje suburbano de 20 kilómetros es sólo de un décimo del que se paga en Brasil o en México y de un centésimo del que se abona en Estados Unidos o en Europa.
Se ha llegado al extremo de que a los operadores les resulta más gravoso controlar los pasajes que dejar de venderlos. La proporción de los que viajan gratis, sin pasaje, es hoy preponderante. Se estima que el monto de los subsidios a los ferrocarriles en 2013 alcanzó a 6800 millones de pesos.
Probablemente, con conciencia de culpa o por motivos mucho menos virtuosos, se debilitó el control oficial de la calidad del servicio y de la aplicación de los fondos.
La responsabilidad y honestidad de los concesionarios no fueron parejas y, después de ocurridas las catástrofes, el Gobierno, aunque cómplice, se decidió a realizar alguna depuración.
La proximidad de una crisis está llevando a un mayor realismo y a un proceso de ajuste en el que no debería extrañar la aparición de reprivatizaciones de empresas reestatizadas que hoy son extremadamente gravosas para un fisco agotado.
También es posible que los sindicatos declinen su interés en operar concesiones que entran en conflicto con su propia actividad gremial. El episodio en el que murió el joven Mariano Ferreyra, quien fue dirigente de la Federación Universitaria de Buenos Aires y militante del Partido Obrero, ejemplifica este conflicto de intereses, en ese caso detonado por un lamentable empleo de las malas prácticas violentas de las que son adeptos algunos dirigentes sindicales.
La participación de la Unión Ferroviaria en la selección de personal de la Ugofe terminó enfrentándola con activistas que protestaban contra la tercerización laboral, un típico reclamo sindical. Fue un mal trance para un gobierno peronista que, seguramente, no pudo ser neutralizado con la cárcel del más importante dirigente ferroviario de ese mismo signo político.
Los ferrocarriles despiertan sentimientos afectivos y no son indiferentes en el debate político ni tampoco en el ideológico. La estatización de las empresas ferroviarias por Juan Domingo Perón, en 1947, marcó un hito cuyas consecuencias y resultados están oscurecidos por la ausencia de objetividad con que se los ha analizado.
Estudios fundamentados del Instituto del Transporte de la Academia Nacional de Ingeniería establecen que en nuestro país el ferrocarril debe jugar un importante papel en el tráfico de cargas masivas en distancias medias y largas, y en el transporte de pasajeros en la región metropolitana. Se demuestra asimismo que carece de sentido económico o social proponer el ferrocarril para transportar pasajeros en media y larga distancia. Esto requeriría inversiones imposibles de justificar para lograr las velocidades y la seguridad que demanda el servicio de pasajeros y que las bajas velocidades de los trenes de carga no requieren. Por lo contrario, está demostrado que no hay solución eficiente para los saturados accesos a la ciudad de Buenos Aires si no es a través del ferrocarril. Éste es un desafío que exigirá condiciones apropiadas para la inversión, entre ellas, reglas previsibles, seguridad jurídica, control eficiente y tarifas razonables.
La decisión tomada respecto de las cuatro líneas metropolitanas deja algunas dudas. No ha habido un proceso licitatorio y no se han hecho públicas las nuevas condiciones contractuales. No se conoce tampoco la política tarifaria y de subsidios que se aplicará en adelante. De todas maneras, la sustitución de dogmatismo e irrealidad por un aparente realismo constituye un hecho positivo.