Otra vez ganó la violencia
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El fútbol argentino vivió el sábado último en Mendoza otra infame jornada, cuando a los siete minutos del segundo tiempo entre Godoy Cruz y San Lorenzo en el estadio Malvinas Argentinas, el árbitro Nazareno Arasa decretó la suspensión del encuentro por falta de garantías de seguridad.
Desde poco después de iniciado el cotejo, un minoritario grupo de hinchas de Godoy Cruz, mayoritariamente encapuchados, comenzó a arrojar desde una de las tribunas cabeceras objetos contundentes al campo de juego, con la intención de que el encuentro se suspendiese. Para lograr su cometido, destruyó inodoros de los baños del estadio para proveerse de elementos de cerámica que pudieron provocarles la muerte a jugadores y reporteros gráficos. Y antes del partido, fue apedreado el micro que llevaba a la delegación del equipo visitante, provocándole heridas a uno de sus integrantes.
El objetivo de ese grupo de salvajes, según trascendió, era ganar notoriedad y efectuar una demostración de fuerza para tomar el liderazgo de la hinchada y controlar, así, los oscuros negocios que tristemente suelen manejar las barras bravas de nuestro fútbol; el narcomenudeo en las canchas, la reventa de entradas, la venta de merchandising ilegal y la actividad de los “trapitos”.
Se trata de una larga historia de violencia y de sangrientas luchas internas que derivaron en que quienes la noche del sábado se dedicaron a tirar piedras pugnen por el control de la tribuna local con otro sector que sería comandado por el llamado clan Aguilera, un grupo de hermanos del barrio La Gloria de Godoy Cruz, que tiene a dos de sus integrantes en prisión.
Fuera de esa espeluznante disputa de poder, ha sido llamativa la impericia policial para detener a un grupo relativamente pequeño de encapuchados que deberían ser condenados por intento de homicidio. No cabe otra figura penal para quienes pudieron haber provocado consecuencias letales.
Luego de una prolongada lluvia de proyectiles que cayeron sobre el campo de juego, los efectivos policiales solo atinaron a apostarse detrás de un arco con escudos para “proteger” de la pedrada a los futbolistas. Cuando, a poco de iniciado el segundo tiempo, las fuerzas del orden accedieron a la tribuna donde se hallaban los violentos, estos se dispersaron tras oír algunos balazos de goma. Desde otros sectores del estadio, los genuinos hinchas que pagaron su entrada para disfrutar de un espectáculo deportivo coreaban “Que se vayan todos, que no quede uno solo”. Y cuando parecía que los violentos se habían dado a la fuga, el árbitro decidió suspender el partido. Finalmente, se fueron todos y ganaron los violentos.
Es de esperar que la Justicia condene como se debe a todos los delincuentes que, pese a actuar con el rostro cubierto, no deberían tardar en ser identificados y se tomen las medidas para que esta clase de individuos no vuelvan a los estadios y estén donde deben estar: en la cárcel.