Furia en Estados Unidos
La ola de protestas desatada por la muerte de George Floyd adquiere dimensiones históricas con el paso de las horas. Como se recordará, este ciudadano afroamericano de 46 años murió a manos de un policía blanco cuando era detenido en Minneapolis, Minnesota. Ese instante fue captado por los celulares de los transeúntes, que grabaron los nueve minutos agónicos en los que el agente Derek Chauvin asfixiaba a Floyd presionando su rodilla contra el cuello de la víctima, que no paraba de decir que no podía respirar.
El repudio desatado lo volvió un caso emblemático a nivel mundial, ya que no solo hubo manifestaciones en más de 140 ciudades de los Estados Unidos, sino también, y con vehemencia, en Londres y Manchester, en el Reino Unido, y en países de la Unión Europea (UE) hasta llegar a Nueva Zelanda, para rechazar lo que se ha entendido como un asesinato de clara connotación racial.
La tormenta perfecta ha llegado a los Estados Unidos. Con más de 100.000 muertos por la pandemia y más de 40 millones de desempleados por la crisis económica, ahora se suma el malestar ciudadano contra las autoridades policiales, el sistema judicial y el gobierno federal. La violencia se multiplicó noche tras noche, y se tradujo en manifestaciones y saqueos, protestas que por su gravedad se han asimilado a las desatadas en abril de 1968, cuando fue asesinado Martin Luther King Jr., líder en la lucha por los derechos civiles en EE.UU. Miles de estadounidenses han dejado de lado el temor al contagio y las restricciones impuestas por la pandemia para copar las calles en reclamo de justicia y respeto por la vida.
La actitud del presidente Donald Trump ha sido la esperable, fiel a su habitual espíritu provocador. Además de acusar a la izquierda radical y a los demócratas de estar dirigiendo las protestas y los disturbios, ha retomado su antigua bandera de "ley y orden". Su mensaje por redes sociales con la frase "cuando empiezan los saqueos empiezan los disparos" encendió la mecha de la irritación ciudadana.
El mandatario estadounidense se empeña en dividir más a una nación que necesita mantenerse unida e insiste en provocar la ira entre sus enemigos y avivar el rencor entre sus amigos. Su decisión de caminar, Biblia en mano, hasta la Iglesia Episcopal de San Juan, incendiada parcialmente por las protestas del día anterior, no solo irritó a muchos fieles, sino también a Mariann Budde, la obispo de la Diócesis de Washington, que lo acusó de abusar de los símbolos sagrados y de "inflamar la violencia, haciendo todo lo posible para dividir". Afortunadamente, también manifestantes afroamericanos y policías oraron juntos en distintos puntos de EE.UU., abriendo un canal de diálogo para mejorar la actuación policial. Elocuentes imágenes de lo acontecido en Coral Gables inundaron las redes: allí los policías cristianos del condado reconocieron que tenían que hacerlo mejor y se arrodillaron en solidaridad con la multitud de manifestantes que clamaba justicia pidiendo perdón por la violencia de ambas partes y así oraron conmovedoramente juntos.
Prácticamente todas las acciones de gobierno del presidente Trump, buscando radicalizar y movilizar sus bases, están dirigidas a obtener su reelección, pero desnudan su incapacidad para liderar las gigantescas crisis que enfrenta como señalan tanto sus rivales como los miembros de su propio partido. Nada justifica la violencia, los saqueos, el vandalismo o los disturbios registrados en las principales ciudades de los Estados Unidos que deslegitiman el sentido de la protesta pacífica contra el injustificado racismo y la discriminación. Ni tampoco las actitudes desafiantes, agresivas y amenazantes que en nada contribuyen a apaciguar los ánimos de los norteamericanos por parte de quienes, al conducir los destinos de una nación, deberían demostrar mayor templanza y mesura. Cuando faltan cinco meses para las elecciones presidenciales, serán los votantes quienes tendrán la opción de redefinir el futuro rumbo.