Falsos genocidios
Promover juicios sobre acontecimientos ocurridos hace un siglo y medio solo sirve para encender sospechas sobre sus verdaderos fines
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El 16 de agosto de 2022, Ivana Huenelaf, “tehuelche mapuche”, demandaba al Estado nacional por el delito de genocidio. Así calificaba a las operaciones militares que suprimieron las fronteras interiores de nuestro país. Dicha causa ha sido derivada por el juez Daniel Rafecas a la Justicia Federal de Neuquén. Por su parte, el fiscal general Miguel Ángel Palazzani, de la unidad especializada en delitos de lesa humanidad, ya se expidió al solicitarle al juez federal a cargo del Juzgado 2 de Neuquén, Gustavo Villanueva, que acepte la competencia.
En la presentación pide un juicio por la verdad, instancia que aplica cuando los plazos para un juicio han prescripto a partir “del exterminio” de la población indígena y pide una investigación de lo actuado por el Estado nacional entre 1878 y 1890.
Es una constante de esta época la banalización del vocablo genocidio. Vivimos tiempos en los que el significado de las palabras está tan alterado que nos lleva a una nueva Torre de Babel, no ya lingüística, sino semántica.
Pretender asimilar los holocaustos del siglo XX, como los sufridos por el pueblo armenio o por las comunidades judías europeas a las peleas con los indígenas es cuando menos un disparate. En la cuestión de la frontera interior de la República Argentina, fuera de los malones, en los enfrentamientos entre fuerzas del Estado y los lanceros indios hubo combates durísimos con gran cantidad de bajas para ambos bandos. Recién con la modernización de los armamentos iniciados en tiempos de la presidencia de Sarmiento puede decirse que el ejército nacional contó con ventajas frente a las caballerías de las tribus que poblaban nuestras pampas.
Algunos de esos combates duraron muchas horas, como la Batalla de San Carlos en las cercanías de la actual ciudad de Bolívar. El ejército al mando del general Ignacio Rivas, con un componente indígena significativo, infligió una derrota a Calfucurá, que participó de la lucha al frente de cinco mil hombres. Es una ofensa a la bravura demostrada por esos guerreros indígenas hablar de plan sistemático de exterminio y/o genocidio. El sucesor de Calfucurá, su hijo Namuncurá, continuó resistiendo varios años después de la expedición del general Roca al Río Negro. A partir de su rendición, se dedicó a vivir en paz como coronel del ejército argentino en tierras adjudicadas a su familia. En sus visitas periódicas a la ciudad de Buenos Aires era recibido en su casa por Roca en esa relación que se establece entre quienes se reconocen valores comunes como el coraje en el combate.
La presentante no se refiere a las matanzas de tehuelches que hiciera precisamente Calfucurá o al exterminio de la tribu de Borogas del cacique Rondeau, una verdadera masacre que Calfucurá ejecutó al poco tiempo de su instalación en territorio argentino, proveniente de Chile. En el escrito plantea que se les obligó a abandonar lenguas y creencias, y a borrar sus orígenes ancestrales. Nadie obliga a dejar creencias o lenguas. Lo que sí ha promovido el Estado argentino, no solo con los pueblos precolombinos, sino también con las caudalosas corrientes migratorias que llegaron a nuestro suelo en respuesta a una legislación liberal es buscar la integración de todos en un suelo común como argentinos, en vez de convertirnos en una serie de amurallados barrios étnicos.
Una gran parte de los argentinos, casi el 60%, según estudios de la Universidad de Buenos Aires, cuenta con antepasados que estaban en estos territorios a inicios del siglo XVI cuando Juan Díaz de Solís llegó al Río de la Plata. Puede decirse que hoy, en la Argentina, los apellidos ya no identifican orígenes, pues abuelos y bisabuelos son de extracción diversa y entre ellos está la raíz americana.
Por supuesto que como en todo conflicto bélico los desmanes son inevitables: los llamados “daños colaterales”, errores, rencores que se manifiestan en acciones violentas. Es muy probable que una parte de los soldados y oficiales tuvieran vínculos con la vida de la frontera y conocieran de primera mano los sufrimientos de los pobladores de las campañas aledañas.
Una parte de los prisioneros se incorporó al ejército argentino y a las tripulaciones de la marina de guerra y otros fueron distribuidos en lugares de trabajo, como era costumbre en esos tiempos, permitiendo una paulatina incorporación a la sociedad y a la adquisición de hábitos de trabajo.
Muchas tierras se entregaron en Río Negro y Neuquén a tribus indígenas como ya lo había hecho Mitre en la provincia de Buenos Aires, en Los Toldos y Azul.
Decía recientemente el escritor Arturo Pérez-Reverte que pretender juzgar el pasado con las creencias y mentalidades preponderantes en la actualidad es una estupidez. Ningún historiador que se precie hablaría del “juicio de la historia”. De la historia se puede aprender, entender y también recibir lecciones; pero de ninguna manera podrá haber tribunales que sentencien quién es el prócer y quién el expulsado del panteón.
Menos serio resulta promover estos juicios sobre acontecimientos de hace casi un siglo y medio. Solo sirven para encender sospechas sobre sus verdaderos fines dado el potencial de riquezas del sur argentino. A partir de la información sobre potenciales inversiones y descubrimientos mineros, energéticos, gasíferos, entre otros, los movimientos de agitación con planteos anacrónicos se multiplican.