Eutanasia, un debate pendiente
El país se debe un análisis profundo y sereno sobre un tema tan delicado y en el que existen tantas posiciones contrapuestas, pues lo que está en juego es precisamente la vida humana
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En octubre 2023 falleció de ELA, en Córdoba, la antropóloga Adriana Stagnaro, una militante del derecho a la eutanasia que no accedió al permiso para decidir. En febrero 2024, tomados de la mano fallecían el ex primer ministro neerlandés Dries van Agt y su esposa, ambos de 93 años y muy enfermos, tras un pedido de doble eutanasia.
En un cambio respecto de similar propuesta rechazada hace nueve años, diputados británicos aprobaron recientemente un proyecto de ley de muerte asistida para Inglaterra y Gales que deberá ser aprobado por las dos Cámaras del Parlamento, bastando solo la venia de dos médicos y un juez, que otorga “elección, autonomía y dignidad” a adultos con “no más de seis meses de esperanza de vida”.
Cuestiones legales, bioéticas, culturales, y familiares se entrecruzan en el abordaje de un tema delicado que propone poner fin a la vida de una persona a su expreso pedido. Enfrentar una enfermedad irreversible o una situación que afecta la dignidad de la persona y que genera sufrimiento plantea grandes dilemas éticos.
La Academia Nacional de Medicina expresó que es contraria a la legitimación y aceptación de la eutanasia como práctica médica. En cambio, recomienda la provisión de cuidados paliativos que mitiguen la percepción del sufrir, incluso con sedación, pero que no aceleren la muerte
La eutanasia activa tiene lugar cuando una práctica médica termina con la vida de un paciente. La pasiva ocurre cuando se evitan los tratamientos que podrían prolongarle la vida. En nuestro país, esta última está regulada por la ley de muerte digna del 2012, de reglamentación pendiente, que contempla que enfermos terminales puedan negarse a seguir recibiendo tratamientos que solo persigan prolongar sus vidas, descartando así el encarnizamiento terapéutico, pero no que pueda aplicarse alguno que acelere su muerte.
Numerosos profesionales de la salud entienden que antes de plantear la eutanasia se debería reforzar el acceso a los llamados cuidados paliativos –incluidos en el Programa Médico Obligatorio pero que, según el Presupuesto 2025, solo contempla asistencia con opioides para 1100 pacientes cuando en 2024 proponía 3350 como abordaje integral que busca aliviar el sufrimiento sin descuidar la dignidad, más allá del tiempo que se tenga por delante. Basan la afirmación en que apenas un 14% de los pacientes argentinos graves o con enfermedades incurables reciben cuidados paliativos aun habiendo numerosos equipos multidisciplinarios que trabajan para mejorar la calidad de vida del paciente hasta su último aliento, no solo aliviando el sufrimiento físico sino también el mental y espiritual. Lamentablemente, la formación médica no ahonda como debería en estas trascendentes cuestiones.
Argumentar que la sociedad mayoritariamente demanda la sanción de una ley de eutanasia es ignorar que un falso progresismo sigue empeñado en instalar “nuevos derechos” apelando una vez más a eufemismos para supuestamente priorizar la libertad individual de elegir por sobre la dignidad de la vida humana
Cabe recordar que la Academia Nacional de Medicina expresó que es contraria a la legitimación y aceptación de la eutanasia como práctica médica, recomendando precisamente la provisión de cuidados paliativos que mitiguen la percepción del sufrir incluso con sedación, pero que no aceleren la muerte. En España, a este respecto, se optó porque fueran los enfermeros y no los médicos quienes puedan producir la muerte a pedido de otro.
En Uruguay, la despenalización de la eutanasia, aprobada en Diputados en 2022, se vio postergada por el Senado en un nuevo revés.
Solo en Países Bajos, España, Bélgica, Canadá, Nueva Zelanda, Ecuador, Luxemburgo Suiza y Colombia la práctica de la eutanasia es legal. En Canadá, a través del programa de Ayuda Médica para Morir (MAID) se llega al extremo de ofrecer, y pagar, por la opción de morir a quienes no tienen la opción de vivir una vida digna; erigiéndose así esta práctica en una pseudo solución ante la pobreza, la soledad o el abandono, lo que le ha valido serios cuestionamientos al gobierno. Los casos de eutanasia siguen experimentando allí un sostenido crecimiento.
Ocho proyectos para regular la eutanasia y el suicidio asistido fueron presentados en nuestro Congreso desde fines de 2021 a la fecha. En 2024, luego de perder estado parlamentario, volvió a ingresar con cambios la llamada “ley Alfonso”, por un joven cordobés fallecido en 2019 como consecuencia de una enfermedad neurológica incurable del que ya nos ocupamos en estas columnas editoriales. También reingresó el del Frente de Todos, presentado por Mara Brawer en 2022, el de más amplia redacción, que contempla que los padecimientos puedan ser físicos pero también psíquicos, y que solo la persona solicitante puede evaluar si son tolerables o no. Incluye también el requisito de tener 18 años, mientras que otros habilitan a los mayores de 16. En junio pasado, el Diputado Miguel Ángel Pichetto (Encuentro Federal) presentó un proyecto para regular la eutanasia activa para enfermedades graves e incurables y el suicidio asistido para quien cumpla los requisitos que fije la ley.
La realidad es que sobran los problemas y las urgencias de las que deberíamos ocuparnos en nuestro país. Volver a dedicar esfuerzos al debate de una ley que involucra algo tan vital, en tanto plantea una cuestión sobre la que no habría retorno y cuyo grado de peligrosidad es grande, no parece lo más razonable
Lo que se plantea es la posibilidad de que un paciente pueda causar la propia muerte; más edulcoradamente se habla de “morir dignamente”, de “muerte voluntaria médicamente asistida” o de “ayudar a morir” en lugar de “matar”, así como de “interrumpir la propia vida”, incluyendo en ese caso también al suicidio “asistido”. Los distintos proyectos incluyeron menciones a drogas para causar la muerte, a sustancias administradas por un profesional de la medicina, invocando incluso en algunos casos peligrosamente razones de “orden público”. En una especie de culto a la muerte que comparten varios proyectos, se recomienda que la ayuda para morir se preste con “el máximo cuidado y profesionalidad”; se recalca que nadie quiere el suicidio aunque se lo defiende y se cuestiona no solo a los objetores de conciencia, sino también a quienes sostengan cualquier doctrina religiosa. Además, se proponen castigar con prisión de hasta un año al profesional médico que dilate el suicidio, debiendo para ello modificarse el Código Penal.
El doctor Jorge Lafferriere, del Centro de Bioética, Persona y Familia, destaca la contradicción que supone enunciar un derecho a morir y luego procurar prevenir el suicidio. Defender el concepto de autonomía para decidir sobre la propia vida puede confundir aún más los caminos: tomemos por caso que alguien demande una prescripción médica para comprar una sustancia que al ingerirla termine con su vida o que pida prestada un arma para ello. Ni hablar de los posibles abusos sobre personas vulnerables o discapacitadas cuando el suicidio asistido pretenda apelar a la (in)dignidad de algunas vidas y a la dignidad de ciertas muertes. Podríamos también reflexionar respecto de que aceptar voluntariamente una eutanasia conduciría eventualmente a aceptar también que se concrete sin que el paciente haya prestado su consentimiento o que esta decisión indelegable que demandaría directivas anticipadas ante escribano o testigos estuviera viciada, por ejemplo, por simple connivencia familiar o incluso por razones económicas ligadas al costo de la atención médica en el final de la vida. Además, está claro que habrá que definir con precisión cuáles serán los límites fijados para evaluar la gravedad de una dolencia, entendiendo que existen asimismo enfermedades imposibilitantes, crónicas o incurables que no son mortales.-Y considerar también el “efecto llamada” de estas prácticas para personas psicológicamente vulnerables.
Sobran los problemas y las urgencias de las que deberíamos ocuparnos. Volver a dedicar esfuerzos al debate de una ley que involucra algo tan vital en tanto plantea una cuestión sobre la que no habría retorno y cuyo grado de peligrosidad es grande, no parece lo razonable. Más allá de que cada caso deberá ser analizado en particular, sancionar una ley es habilitar un paraguas para una situación con múltiples aristas. Argumentar que la sociedad mayoritariamente demanda su sanción es ignorar que un falso progresismo sigue empeñado en instalar “nuevos derechos” apelando una vez más a eufemismos para supuestamente priorizar la libertad individual de elegir por sobre la dignidad de la vida humana.