Estudiar y después pagar
Cuando se juró la Constitución de 1853, la Argentina sentó en su base jurídica la importancia que tendría la educación como uno de los pilares fundamentales para la construcción de un Estado independiente y soberano. En 1862, apenas unos años después, Bartolomé Mitre fundó el emblemático Colegio Nacional de Buenos Aires. Domingo Sarmiento dejó como legado para generaciones y generaciones de niños y jóvenes el acceso irrestricto, gratuito y obligatorio al conocimiento, a través de la ley 1420 promulgada en 1884. Y así, en los posteriores gobiernos de Mitre, Sarmiento y Avellaneda se concretó el anhelado triunfo de la civilización sobre la barbarie.
Es justo reconocer que nada de lo anterior hubiera sido posible sin el invaluable aporte en materia educativa de salesianos, jesuitas y franciscanos que, más allá de lo confesional, durante centurias constituyeron un soporte clave para todos los niveles. Y no menos activas fueron las numerosas escuelas dependientes de órdenes religiosas.
Con el paso del tiempo, las escuelas de comunidades extranjeras se sumaron también para dar expresión al crisol de razas que a través de la populosa inmigración se asentó en nuestras tierras. Y fue recién en 1958, con el gobierno de Arturo Frondizi, que luego de largos y tumultuosos debates entre enseñanza libre o laica, se aprobó y reconoció a las universidades privadas su aptitud para otorgar grados de nivel terciario con autonomía del Estado.
Esta disposición abrió un largo y fructífero camino que varias universidades han recorrido, entre ellas la Universidad Católica Argentina, la Universidad del Salvador, la Universidad de Ciencias Sociales y Empresariales, la Universidad Torcuato Di Tella, la Universidad Argentina de la Empresa, la Universidad Privada de Buenos Aires y la Universidad de San Andrés. Si bien las altas casas de estudios han prestado hasta aquí servicios gratuitamente, las universidades privadas también, en un arco de diversidad y mediante becas, han facilitado también el acceso a estudios superiores a generaciones de estudiantes.
Han existido otros modelos siguiendo el ejemplo de países como los Estados Unidos, en los que el sistema facilita que el alumno de nivel superior reciba su educación y, una vez graduado, devuelva a la universidad el equivalente al costo que demandó su formación académica con los primeros trabajos rentados. Se trata, pues, de créditos que de alguna manera avalan los propios estudiantes con sus perfiles y conductas, pues son ellos quienes asumen el compromiso de cancelar esos adelantos. Hay también una red de mecenas y empresas detrás de cada universidad que, con generosidad, apuesta a la formación de técnicos y profesionales en los más altos niveles. Un ícono de esto es Global Action Plan (GAP, globalactionplan.com), entidad sin fines de lucro especializada en proveer microfinanciamiento e inversiones de impacto a las Fintech que, a su vez, asisten a organismos educativos.
A la actividad educativa privada en el país corresponde sumar un modelo de estos nuevos tiempos que implementó el sistema de estudiar primero y pagar después. En 2020, llegó como plataforma online Academias Henry con actuación regional. En el marco de la pandemia de Covid-19 muchas instituciones se especializaron en la programación online, posibilitando la formación de desarrolladores de software a un costo inicial cero.
Henry puso el eje de sus actividades en países como el nuestro, a través de cursos a distancia con clases para cualquier persona, sin importar su bagaje profesional. De los aspirantes que presentan su solicitud, solamente un 3 % es aceptado efectivamente luego de exámenes y entrevistas. Y, simultáneamente con la aprobación, cada alumno suscribe un acuerdo de ingresos compartidos (AIC), por el cual cancelarán sus obligaciones con sus honorarios profesionales. Desde que se instaló en la Argentina, Henry ha llegado a tener más de 800 alumnos que reciben la capacitación adecuada para desarrollarse como programadores en poco tiempo. Se estima que, en nuestro país, frente a un mercado potencial de un millón de puestos de trabajo, solo existen con aptitud técnica cien mil operadores disponibles. Claramente, hay muchísimo por hacer para ayudar a resolver problemas como la inequidad salarial, el alto nivel de desempleo y la falta de mano de obra calificada.
Es de esperar que iniciativas como las comentadas se propaguen para continuar ofreciendo valiosas alternativas de capacitación a nuestros jóvenes.