Estado para hoy, Titanic para mañana
- 5 minutos de lectura'
Quién puede sorprenderse de que el 65% de los argentinos prefiera trabajar en el sector público a hacerlo en el privado, como concluye una reciente investigación de la Universidad Austral, en coincidencia con muchas otras?
No solo hemos tenido el ejemplo de Máximo Kirchner, heredero de una fortuna amasada a costa del Estado, o de tanto otros, exsecretarios privados o prósperos exfuncionarios con estancias, barcos, aviones y departamentos en Nueva York. Quien busque modelos en la Argentina ya casi no encontrará Belgranos, ni Sarmientos, ni Elpidios González. Todo lo contrario. Hallará cientos de “abogados exitosos”, sindicalistas de inexplicable fortuna y jerarcas millonarios en la Nación, provincias y municipios, en empresas públicas, legislaturas y concejos deliberantes.
En contraste, hemos presenciado la crisis de numerosas compañías, el éxodo de multinacionales, jóvenes talentos y la venta de concesionarias de servicios a grupos vinculados al poder. El Estado siempre rinde y solo requiere algo de habilidad, buenos amigos y pocos escrúpulos para cosechar sus frutos.
El país vive una profecía autocumplida. Un accionar sistemático desde lo moral, lo educativo, lo económico y lo institucional contra las bases del capitalismo liberal ha provocado la decadencia de lo privado y la expansión de lo público. Un resultado buscado y predecible.
¿Qué siente un joven cuando el esfuerzo personal, la competencia y el mérito son denostados por autoridades y educadores, creando una falsa antinomia con el Estado, como si este fuera el único promotor del bien común?
¿Qué proyecto de futuro puede ofrecerle hoy una industria o un comercio cuando se han demolido los fundamentos institucionales para fabricar o comerciar? ¿Quién invertirá si se ha destruido la confianza en el Gobierno, el valor de la moneda, la firmeza de los contratos y el Estado de derecho?
¿Cómo puede la empresa privada crear empleo en una economía maltrecha, asfixiada por el cepo cambiario, la ausencia de crédito, los controles de precios, la insoportable presión fiscal y la caída del salario? Amén del cepo laboral, la doble indemnización, los impuestos al trabajo y la industria del juicio, que explican los cortes diarios de puentes y calles por “precarizados” que piden el cobijo de esos cepos.
¿Quién puede sorprenderse de esa preferencia si durante la cuarentena los empleados del Estado no vieron afectados sus ingresos, a diferencia del sector privado, donde se perdieron miles de puestos de trabajo?
¿Quién puede sorprenderse si millones de jóvenes carecen de formación para alcanzar las condiciones mínimas que requiere el sector privado y solo pueden recurrir a padrinazgos o militancias para acomodarse en algún escalafón? La decadencia de la educación es un agujero negro que expulsa a la marginalidad callejera o al desempleo encubierto en todos los niveles del Estado. Para no hablar del adoctrinamiento escolar, exaltando las sanguinarias figuras del Che Guevara o Roberto Santucho, mientras se ignora a Alberdi, Avellaneda o se descalifica a Roca. ¿Quién puede sorprenderse de la preferencia mayoritaria si aquellos impulsaron a dinamitar empresas y los segundos, a crearlas?
¿Quién puede sorprenderse si en ese contexto moral, educativo, económico e institucional, el 65% de los argentinos prefiere la estabilidad del empleo estatal, su mayor flexibilidad para acomodar horarios y sus inexistentes exigencias laborales? Y las intocables licencias docentes con sus vericuetos y suplencias. No se lograría algo así en otros empleos.
La estabilidad del empleado público, consagrada en la Constitución nacional, fue una solución ingenua para evitar la sustitución de funcionarios de carrera por partidarios en los cambios de gobierno. Sin embargo, hoy opera como un atractivo imán para designaciones de parientes y amigos con cargos de por vida y vocación de ñoquis.
A nivel nacional existe la ley marco de regulación del empleo público nacional, que prevé concursos para evaluar la conducta e idoneidad de los postulantes. Pero una cosa son las buenas intenciones y otra muy distinta la facciosa vocación hegemónica. Como ocurrió con el Consejo de la Magistratura, que terminó siendo fagocitado por la política.
Por ejemplo, el último día de su gestión, Cristina Kirchner hizo publicar un Boletín Oficial nocturno, de 188 páginas, con el pase a planta permanente de 580 empleados contratados, sin concursos, por supuesto.
A nivel provincial es peor. En la mitad de los distritos hay más empleados públicos que en el sector privado. Es cierto que tienen a su cargo la educación, la salud y la seguridad, pero la expansión de sus plantas refleja más clientelismo que necesidades del servicio, votos cautivos de regímenes feudales.
Dado el sistema actual de coparticipación, las provincias dependen de transferencias discrecionales del gobierno nacional. Las que menos recaudación propia tienen, someten el voto de sus legisladores a los dictados del Gobierno. Como remate, la ley Bignone dio un piso mínimo de diputados a las provincias más chicas, haciendo más valiosa su sumisión. Cuanto más apoyo brindan en el Congreso, más dinero reciben y más expanden el empleo con plata de todos los contribuyentes.
El empleo público es indispensable para el correcto funcionamiento de los tres poderes del Estado, sin lo cual no puede florecer la actividad privada. Pero cuando se desborda y todos buscan salvarse con un nombramiento o con un plan es como el traslado de todos los pasajeros a la mejor cabina del Titanic.
Por lo visto, el 65% de los argentinos aún desconocemos qué pasó con ese lujoso paquebote el 14 de abril de 1912. Esperemos estar a tiempo de corregir el rumbo y evitar el témpano.