Es la competitividad, estúpido
Aun cuando baje el riesgo país, sin competitividad no habrá acceso a mercados externos, ni inversiones suficientes, ni mejora del nivel de vida de la población
- 6 minutos de lectura'
La expresión “Es la economía, estúpido” fue acuñada por el consultor James Carville y sirvió a Bill Clinton en la campaña que lo llevó a la presidencia de los Estados Unidos (1992). Tuvo éxito por haberse focalizado en las preocupaciones cotidianas de los votantes, como los precios y el bolsillo, bien alejadas de los méritos internacionales que daban crédito a su oponente, George W. Bush.
Tres décadas más tarde, la expresión continúa teniendo fuerza y es aplicable a la Argentina, siempre tardía en reaccionar, para enfatizar que nuestro país no debe enredarse en consignas del pasado, sino en mejorar el nivel de vida de la población. Es la competitividad del esfuerzo colectivo y no las estrategias que proponía el general desarrollista Juan Enrique Guglialmelli o las frases de cafetín de Arturo Jauretche, por más simpática que resulte su prosa. Con una aguja militar y otra peronista, se fue tejiendo la urdimbre que ahora se debe modernizar.
Desde la crisis de 1929 y la consiguiente cerrazón al mundo, todos los sectores pretendieron ocupar un lugar prioritario en el gran reparto del Estado intervencionista. Hemos tenido políticas industriales, pesqueras, agrarias, forestales y mineras; bancarias, financieras y aseguradoras. Se promovió la celulosa, el papel, la petroquímica, la siderurgia, el aluminio, la soda solvay y las ferroaleaciones. También, los automóviles, los tractores, la maquinaria vial y los motores. Los buques pesqueros, los tanques livianos, los aviones ligeros, los submarinos y los aerodinos; los “rastrojeros”, los vagones y los bogies ferroviarios.
Se protegieron la indumentaria, las zapatillas, los juguetes y los neumáticos. Se despertó conciencia naval, aérea, fluvial, vial, espacial, atómica y antártica. Se promovió la ocupación de Tierra del Fuego, de las provincias patagónicas y de la Reparación Histórica. Se buscó la seguridad alimenticia, energética e hídrica. Se defendió la soberanía económica, política y cultural.
Y así se otorgaron beneficios fiscales, crediticios, cambiarios y regulatorios a una amplísima gama de actividades, siempre omitiendo mencionar la competitividad, llave maestra para la inserción en el mundo. Hemos fomentado la agregación de costos en nombre de estrategias varias, cortando cintas y entonando el himno nacional, mientras nos alejamos del mundo, favoreciendo a pocos y perjudicando al resto. Con un Estado desmesurado y copado por intereses dependientes de su complacencia, se consolidó el entramado de quehaceres que resiste a transformarse.
Competitividad es palabra ajena al léxico político, pues evoca valores capitalistas, antipáticos para quienes creen que las fuerzas del mercado deben encauzarse desde ministerios para evitar zorros en el gallinero. Y con ese prejuicio histórico, que hizo del gallinero un coto de caza, así nos fue
Después de la debacle de 2024, la estructura entró en crisis: la Argentina quedó en la pobreza, con hiperinflación, sin divisas, sin ahorro local y con más de 400.000 millones de dólares fuera del sistema. Una paradoja, siendo la nación que más actividades ha promovido, hasta dejar sus arcas exhaustas y su moneda, sin valor.
Sin entrar en las finezas de Michael Porter, diremos que competitividad, a nivel país, implica la creación de valor contante y sonante. Esto es, la producción de bienes y servicios que son apreciados en el contexto global y pagados como tales, más allá de nuestras fronteras, en monedas de verdad. Competitividad es palabra ajena al léxico político pues evoca valores capitalistas, antipáticos para quienes creen que las fuerzas del mercado deben encauzarse desde ministerios para evitar zorros en el gallinero. Y con ese prejuicio histórico, que hizo del gallinero un coto de caza, así nos fue.
Pero la experiencia demostró que lo estratégico fue antítesis de lo competitivo. Tardamos tiempo en advertir que lo primero no puede ignorar lo segundo, sin llevar al fracaso completo. Lo importante no es asegurar abastecimientos costosos para consumidores cautivos sino contar con empresarios innovadores, cuya competitividad permita acrecentar la riqueza colectiva sin costo para los demás. Y será sobre la base de un potente PBI –y no mediante la alineación con los BRICS – que se tendrá poder negociador para fijar condiciones afuera. Cuando esa base productiva exista, todo lo “estratégico” se podrá conseguir, aquí o allí, con la mejor calidad y al menor precio. Pues también en materia de suministros, “billetera mata galán”.
En la era digital, la competitividad es casi todo. Esa afirmación debe asumirse como un credo laico para evaluar políticas públicas: un verdadero cartabón que las modele e impida repetir errores del pasado. Los recursos son escasos y las demandas sociales son crecientes. La destrucción de valor es imperdonable y los incentivos creados por marcos institucionales alternativos no son indiferentes. Para crear valor, deben apuntar a una mayor competitividad del país en su conjunto.
En la actualidad, el gran disciplinante para todos los actores es la apertura económica mediante la reducción de aranceles, eliminación de barreras paraarancelarias y eventuales tratados de libre comercio. Pero la presión exterior no llega de inmediato a quienes no están expuestos a competencia internacional. Hay amplios sectores de la sociedad que “viven en otro mundo”, con ingresos y gastos disociados de lo que realmente aportan al conjunto. Se cobijan bajo normas que obligan a pagarles fuera de cualquier negociación particular y son costos rígidos para los primeros. Se los ubica en los tres poderes del Estado y en sus empresas, financiados con impuestos, tasas y contribuciones; en los poderosos sindicatos alimentados con aportes compulsivos; en los gremios profesionales con sus honorarios intocables y en el submundo de quienes viven de la “industria del juicio”. Sin olvidar al generoso paraguas del federalismo, que permite nutrir distorsiones provinciales y municipales con imposiciones que ahogan a quienes tienen actividades interjurisdiccionales y aspiran a ser competitivos.
En la actualidad, el gran disciplinante para todos los actores es la apertura económica mediante la reducción de aranceles, la eliminación de barreras paraarancelarias y eventuales tratados de libre comercio
Ni la política, ni los sindicatos, ni las profesiones, ni los servicios, ni las provincias, ni sus municipios deben ser ajenos al enorme esfuerzo de reconversión que se exige a quienes están expuestos a contenedores de China, la India o de Vietnam. Es el famoso costo peronista, que sus lideres y gobernadores se rehúsan a eliminar en perjuicio de quienes se encuentran jaqueados por la apertura y la fortaleza del peso.
Sus voceros defienden el statu quo diciendo que estamos viviendo el fin de la globalización y que hasta Donald Trump anuncia una vuelta al proteccionismo. Pero Estados Unidos es un mercado enorme y autosuficiente. Esa fórmula no es aplicable a la Argentina, despoblada y empobrecida, que tiene una oportunidad única.
No habrá mejora del nivel de vida sin economías de escala, sin acceso a mercados externos, sin mayores importaciones, sin inversiones. La competitividad es la única herramienta para lograrlo, en cualquier escenario. La reducción de riesgo país es un aporte importante en ese camino, pero las asociaciones empresarias deben centrar su acción sobre los dueños del costo peronista, que dificultan las reformas estructurales para chantajear al gobierno y liderar a los perjudicados.
Estamos ante una revolución tecnológica impulsada por la inteligencia artificial, con implicancias profundas, como fue la máquina de vapor, la electricidad o internet. Por ello se deben pasar por el filtro de la competitividad todas las actividades públicas y privadas, educando a dirigentes sociales, a funcionarios de la administración pública, de las distintas legislaturas y hasta del Poder Judicial, que por vía de amparos suele bloquear reformas modernizadoras. Es parte del cambio cultural que merece la Argentina si se pretende salir de la pobreza con empleos dignos, viviendas con infraestructura, educación de calidad y atención sanitaria oportuna y eficaz.