El virus y la atmósfera
Entre fines de 2019 y comienzos de año, las emisiones de dióxido de carbono (CO2) disminuyeron en China en 150 millones de toneladas métricas. Ese alivio tan esperado por el mundo no fue parte de una política deliberadamente adoptada, sino de las consecuencias secundarias, que no siempre son malas, de una política resuelta con determinación firme ante el avance del coronavirus: el aislamiento ciudadano y la paralización consiguiente de las industrias, el transporte y las actividades mineras.
Marshall Burke, científico de la Universidad de Stanford y profesor de Sistemas de la Tierra, dijo que con la reducción de emisiones de CO2 de forma creciente podrían salvarse a raíz de la pandemia del Covid-19 más vidas que las muertes que produce. Respecto de Italia, otro de los países más afectados por el virus, datos recopilados por la Agencia Espacial Europea y por los videos del satélite Copernicus Sentinel informan que en los últimos meses ha producido menos contaminación que en el mismo período del año anterior.
"Esta es la primera vez que he visto una caída tan dramática en un área tan amplia por un evento específico", ha comentado Fei Lin, investigador de calidad del aire del Centro de Vuelos Espaciales Goddard, de la NASA. Se calcula que China participa en un tercio de la contaminación total del planeta.
Pero si la industria ha cesado sus actividades en una escala tan importante como para que los expertos en pensamiento estratégico se pregunten hasta cuándo podrán prolongarse las actuales restricciones sin un desgarramiento del tejido social y el derrumbe histórico de instituciones y empresas, el campo ha seguido latiendo con vivacidad. Lo ha visto la Argentina en estos comienzos de la cosecha gruesa, que asegurarán alimentación y recursos económicos y financieros que el interés general necesita con desesperación. El gobierno nacional y las provincias han tenido en esta crisis conciencia de lo que el campo significa para todos, y hasta han intervenido para poner en caja a municipios que resolvieron por su cuenta instaurar una política que haría fracasar cosechas y hacerlas irrecuperables.
Después de la crisis paralizante de actividades de 2008/2009, las emisiones contaminantes han proseguido en el mundo. El año último fue el segundo con más alta temperatura media global de la historia. Una cuarta parte del dióxido de carbono y del dióxido de nitrógeno (NO2) es absorbida por los océanos y otra cuarta parte, por la biosfera terrestre: los bosques y la vegetación actúan como sumideros de los elementos contaminantes.
Sabemos que las emisiones de metano provenientes de la fermentación entérica de los bovinos contribuyen en no menos de un 10% a la contaminación ambiental, pero también sabemos -y esto se elude de decir con igual regularidad- que el campo genera con sus pasturas un crédito de carbono compensatorio, como dice un reconocido especialista del Conicet, que no está anotado en los inventarios.
Ha hecho bien la Organización Meteorológica Mundial en advertir, frente a las derivaciones comentadas, que la reducción de emisiones contaminantes producidas por la reacción de países y gobiernos ante el coronavirus no será sustituto de acciones permanentes contra el cambio climático. Como ha señalado Antonio Guterres, secretario general de la Organización de las Naciones Unidos, "no vamos a combatir el cambio climático con un virus".
Todo eso resulta indiscutible, pero no se puede pasar por alto que esta encrucijada ha puesto en evidencia que la agricultura y la ganadería no tienen en modo alguno el papel contaminante que les han atribuido algunos voceros profesionales encargados de difundir versiones parcializadas del cambio climático. Por el contrario, solo la ganadería, según un científico argentino, estaría secuestrando de la atmósfera en la Argentina 12 veces más dióxido de carbono de lo que emite.