El valor de la Historia
Desde hace un tiempo se observa en el país un peligroso, creciente y, además, paradójico desconocimiento de la Historia. Esto ocurre cuando aparentemente más se divulgan, en términos populares, supuestos conocimientos históricos. Más información pero menos sapiencia.
Sólo la cabal dimensión del ayer permite que una sociedad se reconozca a sí misma y capte el sentido de lo inmediato. Por algo entre quienes han hecho un culto de esta disciplina se coincide en que la Historia es un puente entre el pasado, por un lado, y el presente y el futuro, por el otro.
No pocos factores influyen en el desconocimiento y, como novedad, en esa desesperante amnesia colectiva que parece haberse puesto de espaldas a un pasado de heroísmo, abnegación, sacrificios e imaginación creativa. Con esa virtuosidad se edificó la nacionalidad bajo el impulso de Moreno, de San Martín, de Belgrano, de Rivadavia y, más tarde, de Urquiza, Mitre, Sarmiento, Alsina, Roca, Pellegrini En escaso tiempo, la Argentina se levantó del aislamiento, la soledad y la pobreza para convertirse, hace de esto casi un siglo, en uno de los primeros países del orbe.
Los últimos setenta años de retrocesos manifiestos como los que el mundo enrostra a menudo a una Argentina desmemoriada han sido el precedente de este olvido de los años de gloria y de desprecio por figuras que deberían ser inolvidables en el agradecimiento de las generaciones más jóvenes. Pero no sólo el largo y más inmediato pasado ha derivado en este estado de cosas.
También han gravitado el maniqueísmo oficial, que alienta una visión sesgada y banderizada de lo pretérito, la remoción necrófila de personajes remotos o relativamente recientes para convertirlos en trofeos teñidos de intereses ideológicos y, lo que es peor, a veces más subalternos aún. Hasta la mirada pueril hacia figuras y procesos produce una sensación de hastío a quienes lastiman el uso retorcido de lo que merecería ser examinado con respeto y espíritu de verdad.
No puede dejar de señalarse otro elemento pernicioso que ha venido a sumarse en los últimos años. Se trata de la renuncia, tan notoria en diversos sectores de la enseñanza, a cumplir con el papel de orientación de conciencias acerca de un legado que no pertenece a nadie en particular sino a la identidad argentina misma. O sea, a su sociedad. Ha habido en los planes de enseñanza cambios que se introdujeron como novedad plausible, cuando en realidad otros países estaban de vuelta de experiencias semejantes por haberlas considerado inútiles y negativas. Se subsumió a la Historia dentro de un vago conjunto generalizador del que será necesario extraerla con la sanción de la proyectada ley de educación.
"Lo que reviste especial gravedad -dijo años atrás la Academia Nacional de la Historia- no es tanto la ignorancia de hechos puntuales, sino la pérdida de noción en los individuos de la secuencia temporal. De tal manera que la instalación del hombre común en el mundo histórico es cada vez más endeble y la consecuencia de ello es no saber dónde se está y quién se es." Desorientación, perplejidad existencial.
Así estamos. Una encuesta de TSN Gallup, de fecha reciente, sobre el grado de conocimiento de la Historia en la población argentina, y cuya base fue la pregunta sobre si se conocían los motivos de celebración de los feriados nacionales, no arrojó otro resultado que el inevitable. Entre los jóvenes de 18 a 24 años la mitad de los entrevistados no logró responder cuando los indagaron respecto de qué suceso histórico se procuraba conmemorar el 2 de abril, el 17 de agosto y el 11 de septiembre. Casi todos los jóvenes se manifestaron renuentes a mencionar quién era el preferido para ellos entre los grandes próceres.
Los ciudadanos de mayor edad respondieron mejor. Una explicación razonable sería que éstos pudieron ubicarse en el tiempo y expresar el grado de admiración por figuras de nuestro pasado a raíz de que en la edad juvenil habían sido formados por una escuela que, con sus méritos y fallas, todavía brindaba servicios educativos de apreciable valor en la materia objeto de este comentario.
Es el momento, pues, de actuar y de volver a las palabras del presidente Nicolás Avellaneda: "Los pueblos que olvidan sus tradiciones pierden conciencia de sus destinos, y los que se apoyan sobre tumbas gloriosas son los que mejor preparan el porvenir".