El rostro de la violencia sindical
El paro general convocado para hoy y las declaraciones de algunos sindicalistas revelan cuán lejos se encuentran de interpretar a la mayoría ciudadana
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Este comentario editorial es leído a través de vías digitales abiertas por una revolución tecnológica que ha cambiado en sentidos múltiples la vida cotidiana de la humanidad. Nunca, en una jornada de las características de hoy, signada por el paro laboral dispuesto por organizaciones sindicales, LA NACION ha estado al alcance de tantos lectores dispuestos a mantenerse informados merced a sus contenidos informativos y a formarse opinión de lo que sucede por los comentarios de su condición antigua, pero siempre remozada, como expresión del periodismo independiente.
Sin embargo, el viejo diario en papel, suerte de nave insignia de una flota de medios aunados por la marca común fundada en 1870, quedará hoy silenciado por la fuerza de hechos no solo ajenos a LA NACION, sino incluso contrarios a su visión sobre lo que debe ser el comportamiento de las instituciones. Desde que ha habido en la Argentina paros dispuestos por organizaciones sindicales, rara vez este diario estuvo ausente en calles y hogares, por más precarias que hubieran sido las condiciones en que logró editarse.
Siempre LA NACION se sobrepuso a este tipo de adversidades interpuestas para el encuentro cotidiano con sus lectores. Lo hizo dejando hasta el último aliento en el esfuerzo de presentarse, si era necesario, con solo una mínima parte de su caudal ordinario de ejemplares, a manos de quienes con avidez aguardaban su lectura. La edición de hoy de LA NACION online será leída por la masa en permanente crecimiento de quienes han elegido esos medios para su lectura cotidiana, pero sin el feliz encuentro con el formato en papel que lo ha definido por más de un siglo y medio de existencia, como consecuencia de los condicionamientos logísticos derivados del paro general.
Nuestra historia registra cinco paros dispuestos por la conducción del sindicalismo contra las políticas de Arturo Frondizi. Otros cinco, en menos de tres años de gestión, contra el gobierno de Arturo Illia. Dos, apenas, contra el gobierno de facto del general Juan Carlos Onganía, a cuya jura, en un acto en la Casa Rosada, asistieron festivamente los principales caciques sindicales de la época.
Hubo un paro general durante el año de administración del general Roberto Levingston, sucesor de Onganía. Y varios, en protesta contra la administración también militar del general Alejandro Lanusse, más los que se produjeron por decisiones tomadas en forma clandestina por jefes sindicales que mantuvieron, en términos generales, durante el llamado Proceso de Reorganización Nacional, un diálogo frecuente con los militares.
Trece paros se dispusieron en los cinco años de la presidencia de Raúl Alfonsín; ocho en la de Carlos Menem por parte del sindicalismo que se rebeló frente al giro inesperado y al predominio de una economía más bien liberal en contraposición con los anuncios hechos en la campaña peronista de 1989. Diez fueron los paros en los dos años de Fernando de la Rúa, aunque se realizaron con disparidad de resultados y con el involucramiento principal de grupos sindicales que habían procurado, desde principios de los años noventa, disputar a la CGT la hegemonía como eje del movimiento de trabajadores.
La presidencia de Néstor Kirchner afrontó una sola medida de fuerza, tan acotada a cuestión de horas que ni siquiera vale la pena computarla, y la gestión de su mujer y sucesora, Cristina Kirchner, desafiada en mayor grado por fuerzas sindicales más dispersas que en otros tiempos, pasó por este tipo de trances en cinco ocasiones, aunque en dos períodos presidenciales.
El sindicalista aeronáutico Edgardo Llano amenazó con que se escrachará a los senadores que faciliten la Ley Bases y el paquete fiscal
Mauricio Macri fue más acosado que sus predecesores del siglo XXI: soportó cinco paros en cuatro años. La norma de que el sindicalismo se rebele en particular contra gobiernos no peronistas y actúe con llamativa tolerancia ante los de signo peronista se cumplió durante el período presidencial de aquel y, sobre todo, en la de Alberto Fernández. Si fuera posible hablar de un examen de conciencia entre jerarcas sindicales que se distinguen por la riqueza de sus agrupaciones y el dinero del que disponen de manera personal en relación inversa con la pobreza abrumadora en el país y el estancamiento en el ingreso del resto de los habitantes desde hace 50 años, se tendría la respuesta de por qué no hubo paro general alguno contra la peor actuación presidencial de que haya memoria: la de Alberto Fernández. Va, en cambio, ahora el sindicalismo por el segundo paro contra un gobierno que procura, a pesar de inesperadas contradicciones y del estilo alarmante del Presidente, liberar al país de la maraña de regulaciones y elefantiasis estatal que lo ha dejado en un innegable estado de gravedad.
Es este un paro que pretende ahogar, antes del alumbramiento, lo mejor entre las iniciativas de Javier Milei: la privatización de empresas absurdamente deficitarias, como Aerolíneas Argentinas, en una región en la que todos los países han tenido el buen tino de desprenderse de las aerolíneas “de bandera”, o la compañía de aguas, cuya privatización en los años noventa mejoró notablemente el servicio y liberó a los usuarios de mafias que controlaban, según se les pagase o no, las bondades del servicio. Por si fuera poco, estos contestatarios defienden la presencia del Estado en YPF, por la que el actual gobernador bonaerense, Axel Kicillof, debe aún explicaciones a la sociedad tras la sentencia que obliga al Estado argentino a pagar a fondos buitres unos 16.000 millones de dólares.
Como dato orientador de que el paro de hoy se realiza con prácticas deleznables, deberá decirse que el jefe de la Asociación del Personal Aeronáutico, Edgardo Llano, advirtió que se escrachará, allí donde se encuentren, a los senadores que faciliten la sanción de la Ley Bases y el paquete fiscal, a consideración de la Cámara alta. Esa descarada amenaza contra legisladores nacionales, contraria al orden constitucional y a los sentimientos de la mayoría de los ciudadanos que votaron el 19 de noviembre por un programa de gobierno tan explícito como no se había conocido otro en mucho tiempo muestra el rostro más violento del sindicalismo argentino y su auténtico desprecio por las instituciones, e impone, desde ya, la intervención de la Justicia.
El funcionamiento regular de las instituciones mal podría trabarse por un sujeto que se levanta contra el Estado de Derecho, mientras se agravia por cuestiones tan poco fundadas en el sentido común y el interés de la sociedad como que la compañía “de bandera” deba competir contra aerolíneas capaces de brindar iguales servicios a menores costos. La sinrazón de un sindicalismo obstinado en conservar su poder sin miras en el costo que esto tiene para el país se observa en tantas otras materias como la de impugnar que quienes se resuelvan a invertir en el país cuenten con garantías especiales.
¿Cómo no habría de ser así cuando el giro al extranjero de dividendos de las empresas aquí radicadas obliga a los accionistas “no residentes”, después de pagar el 35% por Ganancias y el 7% por la distribución misma, a oblar un novedoso 17,5% por impuesto PAIS?
Si para algo servirá el paro de hoy será para mantener fresca la memoria sobre la responsabilidad del gremialismo fomentado desde 1945 por una mentalidad fascista de la que se han aprovechado, sin náuseas ideológicas, las vertientes profusas del marxismo inficionado, con la complicidad del kirchnerismo, en el movimiento obrero peronista. Dos paros generales, en los primeros cinco meses de un gobierno que avanza a tropezones en la dirección contraria a décadas de gravísima involución del país, prueban la obstinación sindical contra el cambio. Este sindicalismo había logrado que se despojara a la propuesta gubernamental de una cláusula sobre el controvertido procedimiento de recaudación compulsiva de fondos para sus actividades.
Por lo demás, este fenómeno llama una vez más la atención de los ciudadanos sobre lo que ha significado un sinceramiento sin precedente sobre las causales de la penosa situación a la que se llevó a la Argentina, muchas veces con banderas sindicales como antorchas que guían la marcha despiadada hacia el abismo.