El Presidente y la falta de señorío
La actual gestión de Alberto Fernández ha estado caracterizada por un grado abyecto de servilismo hacia quien le profiere un vergonzoso destrato
Más allá de sus preferencias ideológicas, su militancia política, su profesión y los quilates que hayan sumado sus respectivos pasos por la función pública, hay un común denominador en algunos de los ministros que, a lo largo de la actual gestión presidencial, debieron dejar el Gobierno, como Gustavo Beliz, Marcela Losardo, Matías Kulfas, Martín Guzmán, Nicolás Trotta y Silvina Batakis.
Todos ellos ocuparon cargos de sonada importancia. Podríamos pasar revista de su actuación en distintas áreas de la administración pública desde el momento en que fueron convocados para asumir distintas responsabilidades hasta el día en que debieron abandonar sus despachos. Pero preferimos centrarnos en la desprolijidad y hasta falta de nobleza –por decir lo menos– que dejó al descubierto el presidente de la Nación a la hora de desprenderse de quienes no solo lo habían acompañado con lealtad, en calidad de subordinados, sino que eran también sus amigos. Lo menos que podían esperar los antes nombrados del jefe del Estado era un mínimo de consideración y de respeto en virtud de que siempre le habían demostrado su apoyo. El burdo destrato que recibieron a la hora de ser despedidos fue inmerecido.
Es cierto que cuando un político acepta un cargo debe tener en cuenta que lo hace en forma provisional y que, en momentos críticos, tiene incluso que estar dispuesto a renunciar, si acaso fuese necesario, para facilitar la tarea a quien lo convocó. Ante las salidas de los ministros y secretarios a quienes Alberto Fernández llamó a su lado, unos renunciaron sin pedir permiso –Martín Guzmán y Gustavo Beliz– mientras que los demás se fueron sin protagonizar escándalos ni negarse a presentar sus renuncias. En resumidas cuentas, le allanaron el camino a su jefe, demostrándole su rectitud en un trance tan difícil de sobrellevar. Cumplieron, pues, al pie de la letra con lo que se espera, en semejantes casos, de aquellos que, aunque a veces con dolor, deben dar un paso al costado sin entrar en discusiones respecto de si correspondía o no su remoción.
Quien carece de ciertas virtudes como la valentía y el decoro no puede actuar más que con temor de levantar la voz y defender a sus subalternos
Qué distinta ha sido, en cambio, la actitud del hombre al cual Cristina Kirchner, por voluntad propia, ungió como cabeza de fórmula del Frente de Todos convirtiéndolo así en presidente de la República Argentina. El día que juró en la Casa Rosada, pocos imaginaban el grado abyecto de servilismo al que llegaría Alberto Fernández en su gestión, sentado en el sillón de Rivadavia y transformado en una suerte de chambelán de la vicepresidenta. Desde entonces, y hasta la fecha, no ha hecho otra cosa más que arrodillarse ante quien no ha perdido oportunidad de proferirle, a expensas suyas, un destrato que nadie con una mínima hombría de bien hubiese tolerado en silencio.
Esta actitud pusilánime quizás explique por qué, en lugar de defender a su tropa, entregó sin solución de continuidad a un oficial detrás de otro, a todos los que habían quebrado una lanza en su favor. A su primera ministra de Justicia y antigua socia, Marcela Losardo, que se había desenvuelto con inteligencia y honestidad en un lugar tan difícil, le pidió la renuncia en virtud de una orden de Cristina Kirchner, enojada porque no les ponía coto a los jueces y fiscales que llevaban adelante las innumerables causas por corrupción que le quitan el sueño. Con Kulfas se portó de la misma manera: se fue sumido en el destrato del camporismo en general y de la vicepresidenta en particular. Hubiese bastado un no rotundo por parte del jefe del Estado –que para eso lo es, entre otras cosas– y el asunto no habría pasado a mayores. Pero hubiera sido pedirle peras al olmo. Quien carece de ciertas virtudes como la valentía y el decoro no puede actuar más que con temor de levantar la voz y defender a sus subalternos.
Si bien el exministro de Economía Martín Guzmán y el exsecretario de Asuntos Estratégicos Gustavo Beliz tuvieron la delicadeza de no decir con todas las letras los motivos por los que decidieron presentar sus dimisiones sin antes consultarlo con Alberto Fernández, es un secreto a voces que dieron ese paso cansados de la falta de definiciones claras del jefe del Estado, unido a la sospecha de que, frente a una exigencia de la vicepresidenta, el político en el cual habían confiado y al que habían servido les soltaría la mano sin pensarlo dos veces. Cualquiera sabe, luego del repetido proceder del primer mandatario, que, en su afán por aferrarse a un cargo que le queda grande y que hoy ha pasado a ser decorativo no está dispuesto a respaldar a nadie, ni siquiera a sus incondicionales. Por eso es que el albertismo –para ponerle un nombre–, que en tiempos ya pasados pareció tener algún volumen y prometía independencia respecto de los caprichos de la vicepresidenta, se diluyó sin pena ni gloria. Es que nadie desea cerrar filas detrás de alguien que no conoce lo que significa la lealtad. El conocido adagio castizo nos exime de mayores comentarios: “Dios, qué buen vasallo, si hubiese buen señor”.
LA NACION