El precio de uno es el costo del otro
Cuando los nudos estatales comiencen a desatarse, los costos a bajar y las empresas vean que el camino no es devaluar sino desregular, la confianza impulsará la reactivación
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No hay empresa que no se queje por el peso de sus costos, pues, si fueran más bajos, podría competir en una economía abierta. A su vez, sus clientes se quejan por los precios que aquellas cobran, pidiendo protección mientras no los reduzcan. Todos los agentes económicos se encuentran enlazados unos con otros y todo esfuerzo por bajar los costos de unos implica afectar los precios de otros.
Esa será la ingrata tarea que deberá cumplir Federico Sturzenegger, el nuevo ministro de Desregulación y Transformación del Estado. Algunos creen que la desregulación consiste solamente en suprimir trámites superfluos y papeleos burocráticos para facilitar la vida cotidiana. No es así. Se trata de alinear los precios relativos de la Argentina con el resto del mundo para que campo e industria, energía, minería y servicios puedan competir en mercados externos, generando divisas para eliminar la pobreza y abrir el futuro a las próximas generaciones.
El inventario de costos que agobian el quehacer nacional incluye la presión fiscal, la contratación laboral, la opulencia sindical, los mercados cautivos, las profesiones agremiadas, los feudos provinciales, los bunkers estatales, la estabilidad garantizada, las industrias judiciales, el pobrismo mercantilizado, la prepotencia legalizada, las excepciones apadrinadas y tantas otras formas de blindar ingresos malhabidos con derechos adquiridos
Las distorsiones acumuladas durante décadas no son neutras respecto a la distribución del ingreso, pues favorecen a unos y perjudican a otros. Por ello, el nuevo funcionario –aunque fogueado en estas lides– se encontrará con un ovillo bien difícil de desenredar. Cada vez que toque un costo, alguien lo llamará por teléfono, alguna cámara empresaria se quejará, algún gremio amenazará con un paro, algún desubicado le ofrecerá una tentación.
Los precios que deberá acomodar Sturzenegger son los más difíciles, no los dúctiles que se ajustan a la oferta y la demanda sino aquellos blindados por leyes y decretos, resoluciones y convenios colectivos: paraguas bajo los cuales prosperan importadores que dominan provincias enteras (Tierra del Fuego) hasta amigos del poder en todos los rincones de la República. El inventario de costos que agobian la espalda del quehacer nacional incluye la presión fiscal, la contratación laboral, la opulencia sindical, los mercados cautivos, las profesiones agremiadas, los feudos provinciales, los bunkers estatales, la estabilidad garantizada, las industrias judiciales, el pobrismo mercantilizado, la prepotencia legalizada, las excepciones apadrinadas y tantas otras formas de blindar ingresos malhabidos con derechos adquiridos.
Será una batalla desigual ya que, a diferencia de la desregulación menemista, ahora los afectados cuentan con la vía judicial para detener intentos de quitarles beneficios, pues la reforma constitucional de 1994 admitió amparos contra leyes y decretos para revisar su constitucionalidad. De ese modo, cualquier juez del país puede frenar una transformación estructural sobre la base del obvio perjuicio que invoque un reclamante, sin evaluar el enorme impacto del cambio, así frustrado, sobre el interés general.
Desde el retorno de la democracia, en 1983, hubo más de 30 ministros de Economía y todos fracasaron, no por falta de posgrados, sino de respaldo suficiente para introducir los cambios que hicieran de la Argentina un país viable, potente y competitivo
Mientras Luis Caputo, ministro de Economía, actúa en la coyuntura para estabilizar la economía con un método de prueba y error, que no estará exento de tropiezos y cimbronazos, solo serán las reformas de fondo que impulsará el ministro Sturzenegger las que puedan volver sustentable el actual esfuerzo colectivo. Quien imagine un proceso rápido, se equivoca. Los obstáculos están a la vista, pues nadie quiere que, en nombre de bajar costos, le reduzcan sus ingresos. Entretanto, las oscilaciones del dólar, la amplitud de la brecha, las caídas de reservas, los índices de actividad y las encuestas de opinión marcarán el pulso de los acontecimientos, como si hubiese una fórmula mágica para lograr, en pocos meses, lo que nadie pudo hacer en 30 años.
Será el primer intento serio, después de décadas, de desenredar la madeja que cada gobierno ha pasado al siguiente, con nuevos nudos y mayores enredos, para que el equilibrio de las cuentas públicas pueda afirmarse con aumentos de productividad. Desde el retorno de la democracia, en 1983, hubo más de 30 ministros de Economía y todos fracasaron, no por falta de posgrados, sino de respaldo suficiente para introducir los cambios que hicieran de la Argentina un país viable, potente y competitivo. Si esta vez los malos augures triunfasen, se reiniciará un nuevo ciclo de ajustes, devaluaciones y saltos inflacionarios, ahondando la recesión y la pobreza.
La solución del drama argentino no podrá lograrla por sí sola ningún ministro de economía por más sabio que sea, pues desembrollar el ovillo no es cuestión técnica, sino un reto político: casi todos los grupos organizados están en contra, dentro del Estado y fuera de él. Hoy, como ayer, lo más relevante es lo más difícil: la factibilidad real de aplicar las reformas para que el país crezca sin inflación, ni agobio fiscal, ni endeudamiento excesivo.
En medio de esta larga encerrona histórica surge la inesperada elección del extravagante Javier Milei, quien, con sus arrebatos y excentricidades, podría lograr lo que nadie pudo en tantas décadas de buenos modales y lenguaje apropiado
El desafío no es un concurso para cubrir una cátedra, ni un certamen para ver quien acierta anticipando el fracaso de esta gestión (“se lo dije”). Criticar las medidas puntuales para estabilizar una economía desarticulada, sin moneda ni reservas, con las pocas herramientas que dejó la catástrofe kirchnerista omite considerar la escena completa (the big picture) bien diferente a los años anteriores: no es el programa de una dictadura militar ni tiene un respaldo presidencial dubitativo ni contraría el mandato de las urnas.
Cabe preguntarse qué apoyo o consensos imaginan quienes proponen alternativas mejores, pues de nada valen contextos ideales e imaginarios. Nicolás Avellaneda o Carlos Pellegrini no están en una estantería, al alcance de la mano de cualquier catedrático para dar viabilidad a sus consejos de tiza y pizarrón. Sin ser el doctor Pangloss, que enseñaba al joven Cándido que el suyo era el mejor de los mundos posibles, hay que ubicarse en nuestra modesta realidad, en un país dominado por grupos de interés y una clase política convenientemente rendida a sus pies. Y en esta encerrona histórica surge la inesperada elección del extravagante Javier Milei, quien, con sus arrebatos y excentricidades, su egocentrismo e insolencias, podría lograr lo que nadie pudo en tantas décadas de buenos modales y lenguaje apropiado.
Emmanuel Alvarez Agis, por ejemplo, sostuvo que el Gobierno debe “parar con los anuncios y obtener resultados”, ya que, “si esto es lo único que tienen, agarrate”, dijo. Expresiones desatinadas del ex vice ministro de Economía de Axel Kicillof durante la nefasta gestión de Cristina Kirchner (2013-2015), quien dejó a este gobierno “con lo único que tiene”, pues el resto se lo llevaron a casa. Por su parte, el actual gobernador, sin sonrojarse, calificó de “argenticidio” al efecto del ajuste sobre la actividad económica, como si fuese ajeno a la herencia recibida y a los brulotes que impactarán con su fuego cuando haya que pagar el costo de sus propios desaciertos.
Entretanto, el mundo observa, con curiosidad, las vicisitudes de un país riquísimo, pero enredado en su propio ovillo de improductividad y bloqueos recíprocos. Como bien lo diagnosticó Charles Darwin (El Viaje del Beagle, 1844), once años después de haber visitado nuestro país: “Si la miseria del pobre es causada, no por las leyes de la naturaleza, sino por las instituciones, grande es nuestro pecado”.
En la Argentina, las leyes de la naturaleza han sembrado prosperidad por doquier, pero las instituciones la han arruinado, en beneficio de pocos y perjuicio de la mayoría. Es imperioso modernizarlas para obtener resultados duraderos, mal que les pese a sus beneficiarios. Cuando los nudos comiencen a desatarse, los costos a bajar y las empresas vean que el camino no es devaluar sino desregular y enquiciar los desbordes del Estado, la confianza impulsará la reactivación que, como dama precavida, se hace esperar. Siempre que la paciencia colectiva no se canse y la excluya dando un portazo. Pues si el hartazgo le cerrase la puerta, volveremos al invivible país de los últimos 40 años, dominado por intereses especiales e incapaz de cumplir con las estrofas de su himno y los discursos de sus gobernantes.