El peor presidente de la historia
Terminan hoy cuatro años de un pésimo gobierno, que hundió a la Argentina en una crisis descomunal, triplicando la inflación y sumiendo a casi la mitad de la población en la pobreza
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Lo único para celebrar en el fin del mandato presidencial de Alberto Fernández es precisamente eso: que por fin termina.
No ha sido un jefe de Estado real, sino formal, atado a los manejos, o mejor dicho desmanejos, de su mentora, Cristina Kirchner, quien le ha organizado el gabinete y enmendado la plana en público y en privado en infinidad de ocasiones. Cuando las crisis se profundizan –y la nuestra hace mucho que horada el fondo del precipicio–, se necesita más que nunca un mandatario fortalecido. En su lugar, asistimos a la caricatura de un lamentable “despoder”.
Entre las tantas insensateces cometidas, ha quedado en evidencia que, a pesar de su condición de profesor de derecho e hijo de un juez –de lo que se vanagloria–, cometió los peores atropellos contra la Justicia. Ignoró la división de poderes que debe primar en una república: despreció el Estado de Derecho y abjuró de la Constitución nacional. Llegó incluso a nombrar públicamente, con nombre y apellido, a jueces y fiscales que no dictaminaron como a él le hubiera gustado para garantizar la impunidad de Cristina Kirchner.
Demostró una mediocridad basada fuertemente en el pago de favores y sustentada en la imposición de la vicepresidenta, que no se privó de decir que había funcionarios que no funcionaban cuando, en rigor, no le respondían.
Junto a ella, creó comisiones para atacar a la Justicia, intentó socavar la designación del procurador general de la Nación y ampliar el número de jueces de la Corte, sumándose incluso a la aberración institucional llevada adelante por el kirchnerismo en el Congreso, una verdadera caza de brujas, para enjuiciar políticamente, sin fundamento alguno, a los miembros del más alto tribunal.
Haberse inmiscuido como ningún otro jefe del Estado en cuestiones que le están expresamente prohibidas por la Constitución nacional, como el acceso a procesos judiciales en trámite para opinar, criticar o para diseñar estrategias tendientes a deslegitimizar la acción de la Justicia es otro hilo en la telaraña de extravíos cometidos. Peores ejemplos no se podrían dar.
Profundamente errado en el diagnóstico y más aún en el tratamiento, Alberto Fernández pasó los últimos meses de gira por el mundo pronunciando discursos tan vacuos como falaces, haciendo gala de logros que nunca fueron tales y dando consejos que nadie le pedía. La Argentina que dibujó también en el exterior, al igual que su gestión, no existe.
La invasión rusa a Ucrania puso a muchos países a reforzar la provisión de alimentos y servicios que Ucrania proveía mientras el nuestro despreció la oportunidad en defensa solapada de la prepotencia de Vladimir Putin a quien, con absoluto desparpajo, se le ofreció que seamos la puerta de entrada de Rusia a América Latina. La Argentina del cuarto gobierno kirchnerista se alió con regímenes dictatoriales o autocráticos como la Venezuela de Maduro, la Nicaragua de Ortega y la Cuba castrista. Es decir, prefirió vincularse con tiranías del mundo, en lugar de denunciar los despotismos, las vejaciones a los derechos humanos, la emigración forzada y la persecución política.
A pesar de su condición de profesor de derecho y de ser hijo de un juez -de lo cual se vanagloria-, cometió los peores atropellos contra la Justicia
En el plano interno, haberse abrazado a Capitanich, a Insfrán a Zamora y a tantos otros siniestros caciques feudales provinciales dio cuenta de cuál fue el espejo donde prefirió reflejarse. Ponderó sin escrúpulos a impresentables sindicalistas que, por mucho menos, no dudaron en hacerle numerosos paros a otros gobiernos. Selló una oscura alianza con lo peor del gremialismo y calificó a Hugo Moyano como “un dirigente ejemplar”.
Salir en defensa irrestricta de una delincuente con varias condenas como Milagro Sala, caracterizándola como presa política, constituyó otro descomunal desatino.
Deja Fernández un país destruido en lo económico, social y moral. Una sociedad profundamente dividida. Una clase media corroída y deslizada hacia una pobreza sin precedentes que, además, tiene el caradurismo de negar. Muchos de quienes tienen un empleo registrado son pobres, con salarios que no alcanzan a cubrir la canasta básica. Muchos otros siguen viviendo en la clandestinidad laboral: trabajan en negro, sin beneficios laborales de ningún tipo ni cobertura social.
Montado en la apología de la precarización y la demonización, su gobierno ha obturado con decisión inequívoca la movilidad social ascendente y esquilmado las posibilidades a todo aquel que ha querido progresar sobre la base de esfuerzo, estudio y trabajo. Ha contribuido a fomentar que el mérito es nefasto y que de nada vale el esmero como medio para conseguir fines honestos.
Ha mentido groseramente e, incluso, llegado a cargar culpas sobre quienes más padecen. Aseguró que la pobreza estuvo mal medida porque, “si hubiera un 40% de pobres, la Argentina estaría estallada”. No conforme con eso, acusó a los propios encuestados de mentir, porque “tienen miedo de que le quiten el plan” asistencial. La realidad es que no solo el país está estallado. No hay 40% de pobres, sino un porcentaje mucho más alto.
Fernández y su cohorte político-partidaria han logrado enseñorear la corrupción hasta límites impensados. Ampararon al narcotráfico, con su secuela de muertos y heridos, con jerarcas del delito que toman decisiones con total impunidad desde las cárceles.
Han demolido la estructura y vital funcionamiento de los sistemas de salud, educación y seguridad, al tiempo que alentaron y fortalecieron el escandaloso maridaje entre Gobierno y servicios de inteligencia. Apenas asumido, en 2019, un jactancioso Fernández anunciaba que, durante su mandato, desaparecerían “los sótanos de la democracia”. Lo ocurrido fue todo lo contrario: se multiplicaron las tareas de espionaje ilegal, los carpetazos y las operaciones de agentes inorgánicos en alianza con representantes del poder. Valga como ejemplo la admisión del expolicía Ariel Zanchetta, ahora preso, respecto de la forma en que enviaba información privada al diputado Rodolfo Tailhade, quien se valió de ese insumo ilegal para arremeter contra la Justicia en general y contra la Corte en particular. Ese espionaje –se sabe hoy– se hacía tanto contra opositores como oficialistas. Contra funcionarios, legisladores, dirigentes de todo tipo y ciudadanos de a pie. Por acción o por omisión, el presidente saliente no puede desentenderse de estas sucias operaciones ni hacernos creer que él es una víctima porque –relata ahora– “el punto rojo de una mira láser invadió tres o cuatro veces la cabina del helicóptero presidencial”, y que decidió no denunciarlo oportunamente “para no hacer un problema con eso”. Es increíble el empeño que ponen algunos por intentar tomarnos por estúpidos.
Sumó en una tan ideologizada como brutal asfixia política, institucional y económica a las Fuerzas Armadas; pergeñó una errática estrategia para el área de Defensa y llevó adelante acciones internacionales plagadas de errores que nos dejaron como el hazmerreír del mundo, producto de la designación de funcionarios sin pergaminos y, las más de las veces, sin la más mínima humildad para convocar a especialistas que los orientaran.
Entre otras cuestiones que serán lamentablemente recordadas figuran el exponencial incremento del gasto público en burocracia pura y dura y haber usado los ingresos de los jubilados como variable constante de ajuste mientras desde el poder se dilapidaban groseramente los dineros públicos.
La actual gestión pasará a la historia por el descarado festival de bonos, las tasas subsidiadas y muchas innecesarias asistencias con el único fin de hacer proselitismo y de seguir anteponiendo la mentira a la verdad. Del mismo modo, se inscribirá como soez antecedente el monstruoso saqueo al sector productivo, la asfixia al campo y, consecuentemente, a la generación de trabajo.
En 2020, Fernández protestaba por “el nivel récord” de inflación del 53,8% que recibía de la gestión anterior. “Mi gobierno –decía– se va a poner al frente de la batalla contra la inflación”. Batalla perdida de manera aplastante.
Mientras oficialmente se daban a conocer dolorosísimas cifras, Fernández se hacía un hueco en una absurda gira internacional de despedida para encabezar, junto con su ministro de Obras Públicas, una huelga, haciéndose filmar en una asamblea de obreros para denunciar el ajuste fiscal prometido por la oposición durante la campaña electoral y que el gobierno que hoy asume necesariamente deberá encarar.
Podrían sonar a risa todas las fantochadas que pronunció el presidente saliente si no se reparara en que, durante su gobierno, los argentinos soportamos la peor presión impositiva de la que se tenga memoria. Leyes y decretos de estos últimos cuatro años han creado, subido y multiplicado impuestos, como el PAIS, a los débitos y créditos en cuentas bancarias y a los derechos de exportación; se sumaron percepciones sobre la compra de dólares y gastos con tarjetas de crédito en el extranjero; se estableció un dólar para importaciones de servicios y de bienes, para productos tecnológicos y electrónicos, entre numerosísimas nomenclaturas que llevaron a que el país se maneje con una variedad de tipos de dólar inusitada. Y, como nefasto corolario, en el tramo final de gestión, contraviniendo la ley y el sentido común, se han puesto las ya exiguas arcas públicas a absoluta disposición de la campaña electoral de Sergio Massa, el ministro-candidato del Gobierno quien, como Fernández, adelanta que evalúa irse a trabajar al exterior. El último acto de su falta total de escrúpulos quedó plasmado en el decreto firmado a pocas horas de dejar el poder, por el que dispone que todos los argentinos nos hagamos cargo del costo de su custodia policial por el mundo.
Intenta Fernández amparar sus desgracias de gobierno en “catástrofes” como la pandemia, la guerra en Ucrania y la sequía. Si de tragedias se trata, la mayor fue la de las más de 130.000 muertes registradas en la Argentina durante la cuarentena eterna que él mismo decretó. Muchas familias perdieron a sus seres queridos sin posibilidad de despedirlos. Mientras en la quinta de Olivos se celebraban opulentas y obscenas fiestas, las escuelas permanecían cerradas, se retaceaba de manera criminal la compra de vacunas por cuestiones ideológicas y se inoculaba en primer término y a escondidas a los amigos del poder.
Alberto Fernández pasará a la historia como ningún mandatario aspiraría que le ocurriera: será recordado como el peor de los presidentes.