El peor atentado de los años 70
Falta que la Justicia y la política comprendan que la verdadera historia de aquella década es la de todas las víctimas del terrorismo, sin discriminaciones
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Un reciente libro periodístico descorre el llamativo velo que cubría al atentado más sangriento de los 70 —esa década plena de odio y plomo— y, en realidad, de la historia argentina hasta la voladura de la AMIA, en 1994. Además, desnuda la falta de empatía de la Justicia y de buena parte de la dirigencia política hacia las víctimas de los grupos guerrilleros, como si esos muertos no fueran argentinos ni tuvieran derechos.
En su nueva obra, Masacre en el comedor, el periodista Ceferino Reato se ocupa de un hecho que la Justicia nunca quiso investigar, ni en el gobierno militar ni durante la democracia, recuperada en 1983. Se trata de la bomba vietnamita que el viernes 2 de julio de 1976, al mediodía, destrozó el comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal, en Moreno 1417, en el centro de la ciudad de Buenos Aires.
Veintitrés personas murieron y otras 110 resultaron heridas, muchas de ellas de gravedad por la carga adicional de postas de acero del artefacto explosivo, que agujerearon todo lo que encontraron en el recinto, desde las paredes y los muebles a los cuerpos de los comensales.
La explicación restrictiva sobre qué son los delitos de lesa humanidad es una triste e injusta interpretación de la justicia argentina, ya que muchos otros países también califican en esa categoría los eventuales crímenes de los grupos guerrilleros, como indica claramente el Estatuto de Roma
El atentado fue prontamente reivindicado por el grupo guerrillero Montoneros, envuelto ya en una escalada de violencia a partir de su decisión de atacar militarmente al aparato estatal con el objetivo tomar el poder para concretar una revolución socialista o comunista, a tono con un clima de época que excedía largamente a la Argentina.
Tanto era así que Montoneros había creado el llamado Ejército Montonero, con uniformes, grados y oropeles, cuyo jefe era el comandante Horacio Mendizábal, a quien reportaba el servicio de Inteligencia e Informaciones, que diseñó y ejecutó la voladura del comedor policial.
Mendizábal, que venía del catolicismo progresista e ilustrado, integraba la conducción nacional de Montoneros con el cargo adicional de secretario militar, que estaba encabezada por Mario Firmenich y Roberto Perdía.
Resulta lamentable que ese relato se haya permeado incluso en buena parte de la oposición
Uno de los méritos del libro de Reato es iluminar la tarea del aparato de inteligencia de ese grupo guerrillero y, en ese contexto, la figura del periodista y escritor Rodolfo Walsh, a quien, sobre la base de diversas fuentes, considera como la persona clave de esa área o “ámbito”, como se decía en la jerga montonera.
La figura de Walsh ha sido prolijamente recortada por los sectores que ahora reivindican a los guerrilleros de los 70, transformados en el relato oficial en “jóvenes idealistas” o “militantes”. Esa edición oculta no solo los hechos más violentos en los que Walsh participó como combatiente convencido, sino también su poderoso legado, que incluye la adopción de “la bandera fundamental de los derechos humanos” para una nueva etapa de los guerrilleros y sus partidarios, luego de la derrota en “la guerra en la forma como la hemos planteado en 1976″, según él escribió antes de morir.
Estos documentos, dirigidos a la cúpula de Montoneros, también habían sido ocultados por los voceros del relato todavía predominante sobre los 70.
Saltan a la vista a lo largo del libro las deudas de la Justicia y la política con las víctimas del atentado. Los muertos fueron policías de baja graduación y una civil, empleada de la empresa YPF, porque el comedor estaba abierto a empleados de negocios y empresas del vecindario.
El Estado indemnizó con una mayor cantidad de dinero a quienes pusieron la bomba contra una dependencia estatal que a sus víctimas, que eran todos empleados públicos
Por un lado, la Justicia nunca investigó esta masacre. Años después, los parientes de algunas víctimas presentaron una demanda para que se abriera una investigación, pero la respuesta de todas las instancias judiciales fue que había pasado demasiado tiempo y que, por lo tanto, el delito estaba prescripto ya que no lo consideraban de lesa humanidad porque no fue cometido por el Estado.
En diciembre pasado, se presentó un nuevo pedido con fundamentos que enfatizaron el derecho de los parientes a conocer qué pasó con las víctimas —el derecho a la verdad—, que fue rechazado en primera instancia por la jueza federal María Servini de Cubría, aunque esa decisión fue apelada.
La explicación restrictiva sobre qué son los delitos de lesa humanidad es una triste e injusta interpretación de la Justicia argentina, ya que en muchos otros países también califican en esa categoría los eventuales crímenes de los grupos guerrilleros, como indica claramente el Estatuto de Roma.
En este punto, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) acaba de dar un paso importante para que avance una denuncia contra el Estado argentino para que un atentado guerrillero sea reconocido como de lesa humanidad. A partir de la demanda de la viuda del capitán Humberto Viola, asesinado por el ERP en 1974, junto a su hijita de tres años, la CIDH dio al Estado argentino tres meses para hacer su descargo.
Por el lado de los políticos, los montoneros que participaron de la voladura del comedor y luego murieron en distintas circunstancias fueron considerados víctimas del terrorismo de Estado, y sus parientes resultaron indemnizados, según las leyes reparatorias sancionadas en forma sucesiva por el Congreso, por mayorías muy amplias, casi unánimes.
En cambio, los familiares de los muertos en el comedor no recibieron ninguna indemnización especial aparte del subsidio que les corresponde a todos los policías muertos en cumplimiento del deber.
De esa manera, los parientes de Mendizábal, Walsh y sus compañeros terminaron cobrando entre cuatro y siete veces más que los familiares de sus víctimas: quienes lo hicieron durante la vigencia de la convertibilidad económica, cuando un peso valía un dólar, recibieron una suma mayor.
En consecuencia, el Estado, en virtud de las decisiones de los legisladores, indemnizó con una mayor cantidad de dinero a quienes pusieron la bomba contra una dependencia estatal que a sus víctimas, que eran todos empleados públicos.
Respecto de Walsh, como señala Reato, su nombre es recordado en calles, plazoletas, plazas, monumentos, escuelas, centros de salud y hasta barrios enteros. En cambio, las víctimas de la masacre no tienen ni una sola placa. La que estaba en la pared de Moreno 1417 fue retirada en 2011 durante la gestión de la entonces ministra de Seguridad, Nilda Garré.
El relato oficial ha permeado incluso en la oposición.
A una docena de cuadras del comedor, la estación de la Línea H de Subterráneos, en el lugar donde Walsh fue muerto hace casi 45 años, se llama Rodolfo Walsh-Entre Ríos desde 2013, gracias a una iniciativa de la entonces legisladora y actual portavoz presidencial, Gabriela Cerruti.
El proyecto kirchnerista recibió la aprobación unánime de la Legislatura porteña, donde el Pro y sus aliados eran amplia mayoría, además del hecho de que gobernaba la ciudad desde hacía ya seis años.
Todavía falta para que la Justicia y la política comprendan que la verdadera historia de los años 70, es la historia de todas las víctimas del terrorismo y que de una vez por todas éstas sean reconocidas.