El nuevo ministro de Justicia, otro paso hacia la radicalización
La designación de Martín Soria ha puesto de manifiesto que el Presidente delegó la gestión en materia judicial en el cristinismo
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La designación de Martín Soria como ministro de Justicia, en reemplazo de Marcela Losardo, no parece ser más que una nueva concesión del titular del Poder Ejecutivo Nacional a la vicepresidenta Cristina Kirchner, como parte de su plan tendiente a socavar la independencia del Poder Judicial y avanzar en las operaciones para el salvataje de los exfuncionarios imputados en distintos casos de corrupción producidos durante la era kirchnerista.
El nombramiento de este diputado nacional, cercano al cristinismo, abanderado de la teoría del lawfare y conocido por sus denuncias contra jueces y contra el gobierno macrista, cierra una tensa semana en la que Alberto Fernández no solo ha vuelto a caer en la consideración de una ciudadanía que espera signos de moderación y diálogo, sino que también ha visto depreciada su autoridad.
La resolución de la crisis ministerial derivada del desacuerdo de la funcionaria saliente, Marcela Losardo, con algunos de los propios anuncios en materia judicial efectuados por el primer mandatario, volvió a poner en evidencia por dónde pasa el poder real a la hora de tomar decisiones trascendentes.
La triste realidad es que, en lugar de apuntar a la construcción de amplios consensos para encarar los cambios y las mejoras que el Poder Judicial puede precisar, el jefe del Estado ha preferido delegar el manejo de las relaciones entre su gobierno y la Justicia en su multiprocesada vicepresidenta. Cristina Kirchner ya ostentaba una notoria influencia en la estructura de la cartera que conducía Marcela Losardo, a través de los funcionarios que ocupaban la segunda línea, como Juan Martín Mena, Horacio Pietragalla y María Laura Garrigós de Rébori. A partir de ahora, con la llegada del rionegrino Soria, el Ministerio de Justicia pasará a estar totalmente controlado por la expresidenta de la Nación.
Es claro que, desde el mismo momento en que nominó a Alberto Fernández como su candidato presidencial, Cristina Kirchner estuvo preocupada por salvar su pellejo y el de otros de sus colaboradores en la gestión presidencial que concluyó en 2015. Quizás esperaba que, por el mero triunfo electoral del Frente de Todos, mágicamente, las numerosas causas judiciales que todos ellos enfrentan por distintos escándalos de corrupción se fueran cayendo o archivando. Pero eso no sucedió hasta ahora.
La inquietud de la vicepresidenta aumentó –y se reflejó en su discurso cada vez más radicalizado contra los magistrados– luego de que desde el Poder Judicial le llegaran algunas malas noticias. La convalidación judicial de la ley del arrepentido, que les confiere validez a los testimonios de un gran número de imputados colaboradores en la causa de los cuadernos de las coimas; el rechazo de la Corte Suprema de Justicia a revocar la condena contra Amado Boudou; la confirmación de la pena a Milagro Sala, y, fundamentalmente, la más reciente condena a Lázaro Báez y sus hijos por lavado de activos que se habrían originado en actos de corrupción en la contratación de obras por el Estado fueron los principales hechos que movieron a la vicepresidente a profundizar su ofensiva sobre los jueces y a presionar al primer mandatario.
Pocas dudas quedaron de los verdaderos propósitos de las proyectadas reformas cuando el Presidente afirmó que en la Justicia había que “meter mano”
El mensaje de Alberto Fernández ante la Asamblea Legislativa, el 1º de marzo último, pareció dictado por Cristina Kirchner en su capítulo judicial. El jefe del Estado llegó a plantear algunas propuestas a todas luces inconstitucionales, como su pedido a los legisladores de que realicen un “control cruzado” sobre la labor de los jueces, que derivó en una iniciativa para crear una comisión legislativa que investigue a los jueces, y cuyos alcances fueron correctamente aclarados por Marcela Losardo, lo que acentuó el malestar del cristinismo con la entonces ministra, desencadenando su renuncia.
El Presidente también planteó la creación de un “tribunal de garantías”, que más que a evitar la congestión de casos, tiende a evitar que terminen en la Corte causas que puedan comprometer al poder político; nuevas reformas en el Consejo de la Magistratura; la reforma de la Justicia Federal y del Ministerio Público, y hasta la imposición de juicios por jurados para delitos federales graves. En cierto modo, se trata de resucitar el frustrado proyecto de “democratización de la Justicia”, impulsado por el kirchnerismo en 2013, que fue calificado de inconstitucional por el máximo tribunal de la Nación.
Pocas dudas quedaron de los verdaderos propósitos de estas proyectadas reformas cuando, a principios de este año, el Presidente afirmó que en la Justicia había que “meter mano”. La agenda política ha quedado lamentablemente condicionada por los problemas personales de la vicepresidenta, y pocas o ninguna esperanza genera la designación del nuevo ministro de Justicia.
Se sigue percibiendo desesperación por poner en marcha un plan de impunidad que pueda contemplar un asalto al Poder Judicial, para llenarlo de jueces militantes y amenazar a aquellos magistrados indóciles hacia las demandas del cristinismo.
Esperamos equivocarnos y que la vocación por unir al país de algunos hombres de la propia coalición gobernante y de la oposición, en lugar de un ataque frontal contra los magistrados, pueda abrir paso a una reforma judicial que sea fruto del consenso y que anteponga los principios y los genuinos intereses de una república que hoy está en peligro.