El mito de la “recuperación” del acta de la Independencia
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Gracias a un allanamiento realizado en Buenos Aires, el gobierno de Perú logró recuperar un antiguo y valioso libro publicado en 1772, robado de una biblioteca pública de ese país. El episodio puso de relieve una vez más la eficaz y constante tarea de vigilancia y custodia de su patrimonio cultural que llevan adelante las autoridades de la nación hermana. Perú se destaca desde hace años por su activa política internacional de recuperación de bienes de valor histórico o artístico que, producto del pillaje o robo en ese país y eludidos los controles aduaneros, son luego ofrecidos a la venta en el resto del mundo.
Pero así como lo ocurrido demuestra el valor que una política como la de Perú adquiere a lo largo del tiempo, también tiene la virtud de poner en lamentable evidencia la precariedad e improvisación de la conducta de nuestras autoridades en cuestiones similares y su torpe ignorancia.
En efecto, luego de ese mismo allanamiento, las autoridades aduaneras argentinas anunciaron con inocultable estrépito “la recuperación del acta original de la declaración de la independencia argentina”, como se encargaron de repetir algunos medios afines al partido gobernante, siempre rápidos para el aplauso y lentos para la autocrítica.
Un análisis detenido de la cuestión permite desnudar una triste realidad que, como suele ocurrir con muchos actos de gobierno en estos tiempos, dista mucho de la descripción casi épica que formulan las autoridades.
En su afán de construir un relato capaz de ocultar lo lamentable de su gestión y disimular los errores, las confusiones y las malas prácticas que la distinguen, las autoridades han vuelto a falsificar la realidad.
El original del Acta de la Declaración de la Independencia lleva muchos años desaparecido. Existen, sí, versiones tipográficas de ese documento. Las primeras de ellas fueron mandadas a imprimir en 1816 con tiradas que no excedieron los 1000 o 2000 ejemplares. Obviamente tienen enorme importancia histórica, pero nunca comparable a la del original perdido. Del total impreso, a lo largo de más de doscientos años algunas copias se perdieron o fueron destruidas; muchas de las que sobreviven están en manos de museos o instituciones públicas.
Otras, en cambio, están y estuvieron siempre en manos privadas, porque ese fue su destino original: ser distribuidas entre la población de las entonces Provincias Unidas para dar a conocer lo ocurrido en una sencilla casa tucumana el 9 de julio de 1816.
Decir entonces, como lo ha hecho la Dirección General de Aduanas, que este organismo “rescató el documento” es falaz, pues es más que probable que nunca haya estado en manos estatales. Y no hay norma alguna que prohíba su propiedad por particulares. “Rescatar”, según la Real Academia Española es “recobrar por precio o por fuerza lo que el enemigo ha capturado o cualquier cosa que pasó a mano ajena”. En este caso nada parece indicar que un bien antes público haya caído irregularmente en manos de terceros.
No sólo no hubo tal “rescate” (ni este respondió a un acto de meditada política cultural fruto de cuidadosa planificación como la llevada a cabo por las autoridades peruanas), sino que los funcionarios argentinos, además de repetir semejante dislate, también proclamaron que la inesperada “recuperación” del documento “era un acto de soberanía nacional”. Hay aquí una grave distorsión conceptual, fruto de la reiterada intención gubernamental de revestir otro de sus tantos errores con el disfraz de lo correcto e intentar sorprender a la opinión pública con frases de alto impacto.
Recuperar algo es volver a tomar o adquirir lo que antes se tenía y, otra vez, este no parece ser el caso. Guste o no, no hay ninguna disposición legal en la Argentina que obligue a que esa reimpresión del Acta de la Independencia deba estar en poder del Estado o que obligue a un particular a desprenderse de la que pudiera poseer.
A pesar de la existencia de varias leyes de protección de los bienes culturales de la Nación, estas nunca se cumplieron. El relevamiento, catalogación e identificación de dichos bienes en manos privadas nunca ha ocurrido. Por eso nuestro país ‒salvo para piezas paleontológicas o arqueológicas en virtud de la ley 25.743‒ carece de una nómina de objetos individualizados cuya comercialización esté prohibida en función de su relevancia histórica o artística. También carece de parámetros objetivos para calificarlos como tales.
Existen, sí, restricciones aduaneras para su salida del país, pero a estar por la narración efectuada por las propias autoridades, el documento “rescatado” y “recuperado” no estaba por cruzar frontera alguna y se lo ofrecía a la venta en un negocio abierto al público.
Vale la pena repetir que en el país no se ha dictado jamás ley alguna que haya dispuesto la expropiación de documentos de ese tipo o bienes similares o que haya convertido en delito su tenencia en manos privadas. Hay normas que imponen la creación de un Registro Nacional de Bienes Culturales, pero estas se refieren a los que están en manos públicas. Otras (como las referidas a las facultades de la Comisión Nacional de Monumentos, de Lugares y de Bienes Históricos) permiten a ese organismo la declaración de ciertos bienes como “de interés histórico nacional” ‒lo que efectivamente impediría su comercialización sin el permiso previo de ese organismo‒, pero tales declaraciones se efectúan caso por caso y eso, con relación a estos documentos, no ha ocurrido. La Comisión tiene también la facultad legal de “proponer al Poder Ejecutivo la adquisición de bienes de particulares cuando sea de interés público su ingreso al dominio del Estado nacional”, pero no su apropiación bajo equívocas referencias a supuestos “rescates” o “recuperaciones”.
Otras normas (como la ley 27.522) obligan a los comerciantes de antigüedades y obras de arte a inscribirse como tales y a registrar sus operaciones. La descripción de lo ocurrido no menciona una posible violación a estas reglas y, aun cuando ellas hubieran ocurrido, las sanciones que esa ley impone recaen sobre las personas involucradas, pero no implican la apropiación de los bienes en cuestión (aun cuando se la llame “rescate” o “recuperación”).
Pretender convertir lo ocurrido en un “acto de soberanía nacional” suena a chapucería propia de torpes o ignorantes. La soberanía consiste precisamente en lo contrario: en la capacidad de aplicar las leyes propias no más allá de su correcto alcance y en cumplirlas y hacerlas cumplir; no en justificar la ausencia de políticas patrimoniales con actos de atropello y de despojo que luego darán lugar al pago de indemnizaciones.
Lo ocurrido es evidencia clara de que la Argentina carece de una legislación adecuada de protección de su patrimonio cultural. Y mientras carezca de ella ese patrimonio continuará en riesgo y desapareciendo lentamente.