El mayor de los riesgos: naturalizar la corrupción
La lucha cotidiana e inmediata por la supervivencia acrecienta la nefasta creencia de que hay que acostumbrarse a convivir con el delito
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Compra de lotes a precio vil o “simbólico”; adquisición con fondos de procedencia difícilmente demostrable de campos, casas, departamentos de lujo, aquí y en el exterior; inexplicable obtención de aviones, barcos y autos de valores exorbitantes para un funcionario público; concreción de fabulosos negocios inmobiliarios y comerciales a nombre de testaferros; posesión injustificable de piedras preciosas, joyas, dólares, euros, bonos, acciones, empresas, sociedades, consultoras y hasta armas de fuego. La lista de bienes mal habidos como producto de la corrupción estatal es larga y son numerosísimas las causas judiciales abiertas para investigar esos hechos.
El uso ilegal de los fondos públicos no es nuevo. No hace falta remontarse muchas décadas atrás para hallar resonantes casos de enriquecimiento ilícito de funcionarios. Por ejemplo, durante el menemismo en el poder. Pero, como sucede con todo mal que no se frena a tiempo, el inicial robo para ostentación personal fue in crescendo hasta degenerar en el saqueo deliberado y mayormente impune de las arcas estatales, destinado al financiamiento de la política.
Se le atribuye a Néstor Kirchner haber dicho que para hacer política se necesita plata. El dinero como factor de poder, como instrumento de dominación. Sin plata, no se pueden financiar prebendas, y sin prebendas no hay lealtades ni recursos materiales para procurarse impunidad. La corrupción tiene tentáculos que abrazan múltiples objetivos.
El pasado 25 de mayo, el kirchnerismo trocó la fiesta patria para autoconmemorarse. Ese día se cumplieron 20 años de su llegada al poder y, claramente, aunque no iba a darle entidad de festejo al latrocinio, pudieron haber celebrado también otro hito de las gestiones presidenciales del matrimonio Kirchner. Sus gobiernos ostentan el triste récord de la mayor cantidad de funcionarios y exfuncionarios procesados y encarcelados por corrupción.
La dirigencia debe dar el ejemplo. Su responsabilidad es inmensamente mayor y, más aún, cuando le ha sido confiado el manejo de los dineros del Estado
La propia vicepresidenta de la Nación fue condenada a seis años de cárcel e inhabilitada para ejercer cargos públicos por malversación de fondos estatales en la causa conocida como Vialidad, fallo que no se encuentra firme, pero que, de ningún modo, le impide ser candidata en esta instancia, tal como quiere imponer falazmente en la consideración ciudadana.
Su enriquecimiento ha sido notorio habiendo trabajado prácticamente casi toda su vida en el Estado. Lo de “abogada exitosa” no solo no aplica en su caso como excusa de semejante fortuna, sino que, hasta ahora, ha sido indemostrable.
Sobreseída recientemente en la denominada ruta del dinero K a pedido del mismo fiscal que la había acusado, su viejo amigo –o examigo– Lázaro Báez fue condenado por lavado de dinero en esa misma causa. Se trata de un oscuro extesorero de un banco patagónico que pasó a ser un pseudoempresario multimillonario beneficiado con la obra pública, precisamente durante los gobiernos de la pareja “exitosa”.
Un conspicuo ladero de Néstor Kirchner, el secretario privado Daniel Muñoz, ya fallecido, pasó de ser un correveidile del poder a un megainversor en propiedades costosísimas en los Estados Unidos, en mansiones cuya adquisición resulta, claro está, más que sospechosa.
Fabián Gutiérrez, otro de los hombres de confianza del kirchnerismo, que decidió convertirse en “arrepentido”, también tuvo la mala suerte de Muñoz: murió, pero, en su caso, no fue producto de un cáncer, sino de un asesinato. Lo mató en El Calafate un grupo de jóvenes que esperaban encontrar el botín que suponían que el hombre preservaba en algún lugar de la Patagonia.
De la era kirchnerista es también producto el primer exvicepresidente condenado en la historia del país: Amado Boudou. La pena a 5 años y 10 meses de cárcel –aunque ya no está entre rejas– fue ratificada por la Corte Suprema de Justicia. Eso no le ha impedido a Boudou, hoy en libertad condicional, ventilarse en actos públicos denunciando un inexistente lawfare y pretendiendo desconocer que la Justicia lo halló –probada y sobradamente– culpable de haber intentado quedarse con la fábrica de hacer dinero, la ex-Ciccone.
Hotesur, Los Sauces, los cuadernos de las coimas son términos ya conocidos por una gran mayoría de ciudadanos que, en muchos casos, asisten entre azorados e indignados a semejante expoliación de dineros públicos y a las exclusivas bondades judiciales de las que solo gozan los poderosos –algunos lograron la libertad condicional por realizar cursos en las celdas–, permitiéndoseles cumplir condenas en cómodas viviendas en lugar de seguir encarcelados.
José López, Julio De Vido, Ricardo Jaime, Ricardo Echegaray, Juan Pablo Schiavi, Sergio Urribarri, Felisa Miceli, Romina Picolotti y Milagro Sala son apenas un mínimo ramillete de funcionarios y exfuncionarios y amigos del poder identificados con el kirchnerismo en distinto grado de conflicto con la Justicia. Desde ya que también los hay de otras veredas ideológicas, pero en un número significativamente menor.
Con todo, vale decir que el riesgo de que haya dirigentes políticos, empresariales, sindicales y hasta funcionarios judiciales empeñados en infringir las leyes no es lo más amenazante que pueda ocurrirnos como país. La constante exposición a estos groseros quebrantamientos de las normas está sembrando en las mentes de muchas personas ajenas al poder la idea de que la corrupción es inevitable, de que forma parte de la escena política y que es muy difícil de neutralizar. Ese es el verdadero peligro que corremos: naturalizar la corrupción como un mal endémico con el que hay que convivir porque no tiene solución.
Esa tolerancia se acentúa de forma desproporcionada cuando los ciudadanos están pasando por crisis personales que los obligan a establecer prioridades. Saben del profundo mal que representa la corrupción, pero lo perciben lejano. Están impelidos a resolver problemas mucho más inmediatos y angustiantes en lo personal y familiar: la falta de trabajo, la dilapidación del esfuerzo de toda una vida, la economía personal en ostensible decadencia y una inseguridad apabullante que podría terminar con sus vidas y las de sus seres queridos.
Basta con observar los resultados de la mayoría de las encuestas realizadas en épocas de crisis económicas profundas: al ciudadano común le preocupa mucho más no poder llegar a fin de mes, que sus hijos no tengan qué comer, quedarse en la calle. Por el contrario, durante los períodos de aparente bonanza –muchas veces artificial–, la corrupción política suele escalar altura en la tabla de posiciones de los principales males que aquejan a la población.
Y hay otro condimento tan inquietante como peligroso de esa naturalización de lo que está decididamente mal: pensar que si nada ocurre con los poderosos que roban, robar no es delito. Si nada le pasa al delincuente mayor, ¿qué más da hacer la vista gorda para salvaguardar la pequeña y dañada economía doméstica, aunque se tenga que recurrir a malas armas? Por ejemplo, cuando se aceptan transacciones de las que no queda registro o se negocian diversas estrategias para evadir obligaciones fiscales. Aunque en forma de migajas, se va creando el propio fraude individual. ¿Por qué no imitar lo que no está permitido hacer si, en definitiva, todos lo hacen y no hay castigo?
Ver que nada ocurre con los corruptos en el poder explica de algún modo, aunque no justifica ni legitima, que muchos ciudadanos terminen tolerando el hecho delictivo y que cometan ellos mismos pequeñas corrupciones cotidianas: el comerciante que ofrece un precio menor si no se le exige factura; el usuario que paga siempre en efectivo porque bancarizarse lo compromete impositivamente; el que no entrega el ticket y el que no lo reclama.
Sin dudas, es la dirigencia la que debe dar el ejemplo. Su responsabilidad es inmensamente superior, y más aún cuando le ha sido dado el manejo de los dineros del Estado. Pero no habrá dirigencia sana si la ciudadanía no está dispuesta a exigir decencia ni a ser decente.