El juicio político al Presidente
Por encima de la oportunidad, no puede dudarse de que sobran razones para enjuiciar a Alberto Fernández por mal desempeño en su cargo
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Es probable que la discusión sobre los pedidos de juicio político a Alberto Fernández por la escandalosa violación de las normas de riguroso aislamiento en la propia residencia presidencial de Olivos termine convirtiéndose en una cuestión abstracta, ante la imposibilidad de que la Cámara de Diputados reúna los dos tercios de votos necesarios para impulsar el enjuiciamiento. No obstante, resulta innegable que existen condiciones objetivas para que el juicio político se lleve a cabo, que exceden la fiesta clandestina en la quinta presidencial en momentos en que regía una estricta cuarentena.
De acuerdo con la Constitución nacional, el presidente de la República puede ser acusado por la Cámara de Diputados ante el Senado por mal desempeño o por delito en el ejercicio de sus funciones. Ambas causales aparecen debidamente fundadas en el caso que nos ocupa.
Definir el mal desempeño es siempre algo complejo. Sin embargo, el incumplimiento por parte del primer mandatario de las normativas que él mismo instituyó mediante decretos de necesidad y urgencia para hacer frente a la pandemia de Covid es un claro ejemplo de mal desempeño.
En el mismo sentido, es preciso recordar que el artículo 248 del Código Penal contempla prisión de un mes a dos años para aquel funcionario que “no ejecutare las leyes cuyo cumplimiento le incumbiere”, al tiempo que su artículo 205 reprime con prisión de seis meses a dos años a quien “violare medidas adoptadas por las autoridades competentes para impedir la introducción o propagación de una epidemia”. No pocos ciudadanos se encuentran hoy procesados o han sido multados por la presunta comisión de este último delito.
Más allá de las pruebas que aportan las imágenes del festejo de cumpleaños de Fabiola Yáñez el 14 de julio de 2020, la confesión de Alberto Fernández fue reveladora. Lo que el mandatario calificó de error constituye, en rigor, la violación de una medida que él mismo dictó: un delito.
No es tampoco un asunto menor la violación del principio de igualdad ante la ley por parte del Presidente, en tanto él, su pareja y un grupo de personas se colocaron por encima de la ley para participar de un festejo en momentos en que las reuniones sociales estaban prohibidas para millones de argentinos, que se vieron privados de verse con sus seres queridos o incluso de darles el último adiós.
Habría, además, numerosas razones para esgrimir mal desempeño del jefe del Estado. El turbio manejo o la incompetencia en la compra de vacunas, por caprichos ideológicos, cuando no por mera corrupción, y que provocó tantas muertes que podrían haberse evitado, no deja de ser otra causal de mal desempeño. Ni qué hablar de la vocación por arrogarse funciones judiciales o directamente presionar por una reforma.
Por encima de las cuestiones asociadas a la gestión de las políticas públicas, hay que tener en cuenta que un juicio político es un juicio moral. Y lo que, en ningún caso, puede perderse de vista es que el Presidente no solo violó normas que él mismo impuso a la ciudadanía, sino que llegó a calificar de “idiotas” y de “vivos” a quienes no las respetaban. En un derroche de histrionismo, el primer mandatario mintió reiterada y descaradamente a todos los argentinos.
No solo ha quedado devaluado el principio de ejemplaridad que debe cultivar un jefe de Estado, sino que el valor de su palabra volvió a caer demolido. Durante el mensaje que pronunció el viernes último en Olavarría, en el que Alberto Fernández no pidió perdón expreso por lo sucedido, afirmó que, desde su gobierno, nunca se había ocultado nada y destacó, además, que no se consideraba “careta”. Siguió escondiendo.
Pocas horas antes de que se conociera, a través de LN+, la primera foto de la fiesta clandestina en Olivos, el Presidente había concedido una entrevista al programa Caja negra, que se emite por YouTube, en la que enfatizó que “no había tales reuniones”. Contundente: volvió a mentir.
Supuestamente avezado en cuestiones de género, la falta de caballerosidad hacia su compañera expuesta en sus pocas creíbles palabras bien valdría un párrafo aparte.
En los Estados Unidos, las mentiras de los presidentes fueron los principales hechos desencadenantes de procesos de juicio político. Entre nosotros, con una institucionalidad subvertida y una independencia de poderes en crisis, mentiras de grueso calibre desde el vértice del poder solo refieren al nivel de impunidad con que se manejan nuestros gobernantes, riéndose de una ciudadanía a la que ya nada sorprende.
Podrán discutirse la oportunidad del juicio político y su conveniencia, teniendo en cuenta que la destitución de Alberto Fernández podría derivar en un mal mayor, como han señalado algunos dirigentes de Juntos por el Cambio. Habrá también quienes entienden que sería más conveniente que el verdadero poder abandone las sombras y tome las riendas en un escenario crítico. Lo que nadie osaría poner en duda es que realmente sobran razones para enjuiciar a quien exhibe ostensibles faltas de idoneidad moral.