El flagelo de la inflación
Pese a que se trata del impuesto más regresivo y el que más afecta a los más pobres, las políticas inflacionarias siguen siendo alentadas desde el Gobierno
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La Argentina se encuentra actualmente entre los siete países con mayor inflación. Durante el primer trimestre de 2021, el aumento del índice de precios minoristas acumuló un 13%, y solo fue superado por Venezuela, Zimbabue, Sudán, Líbano, Surinam e Irán. Pero esta posición puede empeorar, ya que, lamentablemente, nuestra inflación se encuentra en un proceso de aceleración, al tiempo que desde el sector de la coalición gubernamental que lidera Cristina Kirchner se resiste todo intento por reducir el gasto y se alienta una mayor emisión monetaria, como se advirtió en el reciente conflicto suscitado por la política tarifaria entre el ministro Martín Guzmán y los sectores cristinistas.
El agravamiento está ligado a desequilibrios generados en los últimos meses. Sin embargo, la inflación argentina se vincula con una cuestión estructural y crónica de los últimos 75 años. Con la excepción del período 1991-2001, desde 1946 la inflación anual ha promediado el 64%, y hemos tenido dos episodios hiperinflacionarios, en 1989 y 1990. Aunque formalmente se le quitaron 13 ceros a la moneda, si hubiera que considerar el poder adquisitivo debieran haber sido 15 ceros. Solo dos países que atravesaron una hiperinflación superan a la Argentina en esta competencia: la moneda de Zimbabue perdió 25 ceros entre 2004 y 2009, y la de Hungría, 17 ceros entre 1944 y 1946.
Tal vez sea más fácil comprender estas magnitudes si se pasa de las matemáticas a la física. Si no hubiera habido cambios en la moneda argentina con quitas de ceros y si se hubieran mantenido en circulación los billetes y monedas de 1945, hoy para tomar un café con la moneda de 20 centavos con que lo pagábamos en aquel entonces necesitaríamos 12.200 millones de toneladas de aquella misma moneda del toro y la espiga. Puestas en camiones de 20 toneladas, la cola daría 146 vueltas al Ecuador terrestre.
Si la Argentina tiene el récord de inflación más prolongada, la causa no es un desvío ocasional o el error de algún ministro de Economía. Los desatinos tienen su correlato en la existencia de comportamientos y creencias muy equivocadas enraizadas tanto en el pensamiento de la dirigencia política como de la ciudadanía.
La inflación es un fenómeno monetario, y a excepción de muy pocas situaciones extraordinarias, ocurre por la expansión de la cantidad de dinero por encima de la que demanda la gente. En el mundo de la ciencia económica no hay discusión sobre esto, salvo sesgos ideológicos o interpretaciones interesadas. Esto no quiere decir que no haya otros factores que también pueden iniciar o potenciar impulsos inflacionarios. Por ejemplo, los sistemas centralizados de acuerdos de aumentos salariales, los cambios en la legislación laboral que determinan aumentos de costos, la creación de nuevos impuestos o las devaluaciones con fines fiscales.
En el hombre común sin formación económica, hay una propensión a creer que la inflación es creada por empresarios y comerciantes que remarcan precios sin otra justificación que su propio y egoísta beneficio en la puja por los ingresos. Los gobernantes populistas alientan esta versión para ventajosamente asumir la defensa del pueblo. Congelan los precios y controlan y castigan a quienes los aumentan. Se comienza a producir desabastecimiento, mientras aumenta el gasto público y se genera un déficit que se cubre con emisión o con deuda. Los aumentos del gasto no se revierten, más bien se consolidan e intentan cubrirse con más impuestos hasta límites destructivos. Agotada la presión tributaria, se sigue con emisión o con deuda. El resultado es más y más inflación y/o el default. En ambos casos aumentan el riesgo y la tasa de interés, desalentando la inversión. De esa forma no se crea empleo ni se impulsa el crecimiento, y se configura un círculo vicioso de estancamiento y pobreza.
No emergen iniciativas de cambios estructurales ni programas sólidos para reducir el gasto público. Antes bien, la mayoría de las iniciativas legislativas implican mayores erogaciones. Para colmo, las provincias están sujetas a un sistema de coparticipación federal que las incentiva a gastar. Tienen el beneficio político de hacerlo, pero no el costo de recaudar más. Y no se oye ninguna voz política que aliente un cambio.
En 2020 se emitieron 2,2 billones de pesos para financiar un déficit fiscal agrandado por la pandemia. Parte de esa emisión fue reabsorbida mediante colocaciones de letras, bonos o pases del Banco Central. Se acumulan así más obligaciones que engrosan el gasto. El Gobierno ha logrado reducir en términos reales las jubilaciones y los salarios públicos (paradoja de un gobierno populista). Pero la experiencia histórica demuestra que este es un arbitrio precario. Mientras no se racionalicen ferozmente las estructuras burocráticas y se reduzcan las plantas de personal estatal y los subsidios, no habrá una disminución efectiva del gasto. Nada de esto está sucediendo. Se continúa apelando a los controles de precios, al cepo cambiario y al congelamiento de tarifas eléctricas y de gas. Peor aún, se intenta prohibir las exportaciones de carnes y otros productos, con el propósito de aumentar la oferta interna y aliviar los precios locales. Además de inefectivas, las medidas provocarán más déficit no financiable genuinamente y por lo tanto será monetizado. Esto implica inflación.
El desequilibrio fiscal en 2021 seguirá demandando financiamiento monetario. Está además latente un proceso de huida del dinero como reacción a una aceleración de la inflación y al evidente retraso cambiario, lo cual potenciaría la presión de la demanda de bienes y servicios y daría más impulso a la inflación.
La pandemia no es razón para no actuar eficazmente frente al desafío económico. La inflación es el peor y más regresivo de los impuestos, sin embargo, es un recurso recurrente del populismo que sigue reinando y castigando a los más pobres en nuestro país.