El fenómeno Gran Hermano
Anestesiados frente a un espectáculo capaz de transitar exitosas temporadas, pocos reflexionan sobre quienes se despojan de su dignidad ante las cámaras
- 5 minutos de lectura'
Desde 2001 hasta el presente, con un largo intervalo entre 2016 y 2022, el reality Gran Hermano ha estado en más de un canal de la televisión argentina. Poco nuevo habría, por lo tanto, para decir si no fuera por los novedosos niveles de fanatismo y de rechazo que particularmente ha despertado una participante de la actual temporada.
La repercusión popular que todavía suscita la idea puesta en acción en los Países Bajos, en 1999, ha hecho que se propague, con las debidas licencias, a más de veinte países; entre otros, la Argentina, Estados Unidos, Brasil y España. Con las diferencias específicas del caso, su inspirador, el holandés John de Mol, ha recreado un espacio con reminiscencias circenses como el que llevó al triunfo a Phineas Taylor Barnum en los Estados Unidos, en el siglo XIX.
En su lógica perversa, Barnum había comprendido que por desviaciones congénitas de carácter muchos seres humanos se sentirían atraídos por la exhibición de atroces aberraciones humanas. Podía ser la mujer barbuda. O la mujer con la extraña nariz de elefante. O los hermanos siameses nacidos, en efecto, en la antigua Siam, Chang y Eng Bunker, ya extraordinarios por su sola existencia, y más aún por la habilidad de haber engendrado en esa condición más de una docena de hijos.
Barnum ganó fortunas al proclamar sin rodeos que se proponía presentar monstruos en la arena de su circo, tan aceptable eso en el siglo XIX según los mismos patrones sociales que hicieron posible, en la Exposición Universal de París de 1889, una inhumana presentación de indios patagónicos enjaulados, de la etnia de los onas.
No hay ninguna razón, ni siquiera remota, para suponer que John de Mol se hubiera propuesto un siglo más tarde ir tan lejos como Barnum. Tampoco se lo hubiera permitido la conciencia internacional, que, pese a la continuidad de gravísimas querellas bélicas y al aumento del crimen callejero en las grandes urbes, se ha tomado desde 1948 mucho más en serio que antes la protección de los derechos humanos.
John de Mol y sus seguidores han debido saber, sin embargo, que eso de encerrar por meses en una suerte de caja con un par de dormitorios, baños, living, y hasta un jardín dotado de piscina, a una veintena de hombres y mujeres de diferentes edades, en la plenitud de sus potencialidades, con el fin de extraerlos del anonimato para impulsarlos a una soñada fama sobre la base de fundir en ese escenario hasta el último atisbo de intimidad, tenía algo del riesgo de quien construye una bomba de tiempo. De hecho, esto se ha verificado en Brasil, sin ir más lejos, y en España, con algunas denuncias de acoso o violación.
No es que se trate de un formato televisivo concebido al azar. Por el contrario, todo está pensado hasta el último detalle, comenzando por el casting, a fin de atraer el interés del mayor número posible de espectadores. Asunto esencial es seleccionar cuidadosamente a los participantes, pero no precisamente por una acendrada educación o por haber aplicado con fervor a los más altos valores de la vida laboral o virtuosa, sino por singulares rasgos personales y de conducta que garanticen su impacto sobre el público. Mientras un noticiero de televisión abierta puede rondar los 7-8 puntos de rating, los niveles de audiencia habitual de Gran Hermano están en 16-17 puntos, con picos por encima de 22 en las llamadas galas de eliminación, que movilizan a más de 9 millones de votantes entre el público.
George Orwell, el notable escritor británico de 1984, imaginó en su aparente novela de ficción un alegato demoledor contra el totalitarismo, un personaje o maquinaria omnipresente, inasible para el lector. A su mirada escrutadora, que todo lo registra, nadie consigue escapar. Es el Big Brother la encarnación de la vigilancia permanente ejercida por una anónima presencia de la que solo se conoce su voz en la casa más famosa de la televisión y que se simboliza con un gran ojo. Ante ella y ante la mirada escrutadora de los telespectadores los hermanitos se desplazan, riñen, comen, duermen, intercambian banalidades, establecen romances y alianzas y están, en todo instante, evitando ser nominados, primer escalón antes de la expulsión. Como en una cámara Gesell, palmo a palmo, lentes estratégicamente dispuestas y micrófonos registran a esos actores protagonizando su propia vida real.
No son prisioneros compulsivos, pues pueden retirarse por su sola voluntad, aunque pocos resuelven hacerlo. El grupo se va modificando, con ingresos, egresos o regresos, y el voto del público determinará quiénes deben abandonar la casa. El último sobreviviente se llevará un sustancioso premio en dinero, además de autos o casas que pueda haber cosechado durante su estancia.
Si la continuidad es una señal de éxito, pocos programas alcanzan tanta resonancia. Con cinco meses en el aire, la centralidad de Juliana Scaglione, apodada Furia, ha ido in crescendo por los episodios de crispación protagonizados. Recientemente, ha entrado en trances coléricos sobrepasando los límites de la violencia, cuchillo en mano, y ha jugado también con cuestiones delicadas sobre su propia salud.
Aunque el horario de emisión sea después de las 22, para potenciar el rating general de Telefe, se ven promociones en horarios que no son de protección al menor. Anestesiados ante un espectáculo capaz de transitar exitosamente tantas temporadas, pocos reflexionan sobre la dignidad de seres humanos que año tras año se despojan de su intimidad ante las cámaras, ávidos de fama para encontrar algún lugar en la controvertida farándula del espectáculo y de los chismes. Al ritmo de las redes sociales, todos opinan, todo se comparte, todo se exhibe, promoviendo un voyeurismo culturalmente consentido, ¿con sentido?, del que habría que hablar sin complacencias vergonzosas o venales.