El desafío de las aulas virtuales
Vivimos tiempos en los que la escuela enfrenta el reto de la innovación, amenazada por la improvisación y el desconcierto
Está claro que es una de las prioridades preservar la salud de niños y adolescentes, pero eso no impide reconocer que las aulas virtuales tienen más limitaciones que beneficios. Por lo menos eso dejan en claro el humor de los padres, las dificultades de los alumnos para alcanzar los objetivos educativos y, aunque no siempre se lo reconozca, cierta falta de capacitación docente para generar materiales virtuales.
Conforme se prolonga la cuarentena, los puntos débiles del sistema de educación a distancia se vuelven más evidentes. Así como es preciso ver y medir la heterogeneidad de recursos de conectividad en la sociedad y los establecimientos escolares, del mismo modo se propagan las diferencias entre quienes reciben clases debidamente diseñadas y aquellos que apenas reciben consignas que deberán ingeniárselas para resolver solos.
Hasta el comienzo de la pandemia constituían apenas una mínima porción (se calcula que el 7%) las escuelas argentinas que experimentaban con aulas virtuales, que eran utilizadas casi exclusivamente para la organización de tareas en el hogar. Por eso, debe ser muy valorado el esfuerzo que los establecimientos educativos y los docentes hicieron para adecuarse rápidamente a la modalidad online y seguir junto a sus alumnos. Sin embargo, los resultados son muy desparejos.
Mientras algunos estudiantes participan de tareas diarias con correcciones y de clases en tiempo real con sus maestras y profesores, otros apenas reciben un listado de ejercicios que deberán abordar durante semanas, con un mínimo o nulo acompañamiento de quienes están a cargo de los cursos. Esto último sobrecarga a sus padres, los llena de enojo y genera una huella de frustración en los alumnos, que, en un contexto de incertidumbre, perciben claramente el abandono de las responsabilidades docentes.
Muchos padres consideran que estas prácticas están simplemente ligadas a la necesidad de poder justificar el cobro de una cuota escolar en los establecimientos privados, lo cual profundiza los conflictos.
No son menores los trastornos que provoca, especialmente en familias numerosas o con espacios reducidos, la imposibilidad de que los chicos encuentren en sus casas un lugar donde poder asistir a las clases virtuales o realizar sus tareas con un mínimo de sosiego, más allá de las limitaciones de equipamiento digital o de acceso a internet.
Es evidente también que la sociedad no estaba debidamente preparada para afrontar el desafío que implica la educación virtual. Los problemas psicológicos y emocionales derivados del encierro al que se ven sometidos niños y adolescentes impactan necesariamente en el grupo familiar y afectan negativamente la capacidad de concentrarse en las tareas escolares y el rendimiento.
Desde la intromisión en los hogares que puede suponer la obligación de mostrarse ante una cámara hasta la exigencia de videos experimentales donde los alumnos deban mostrar lo que hacen, con la consecuente incomodidad de quienes no desean verse expuestos, se han desatado innumerables debates entre padres y docentes acerca de las mejores técnicas para la enseñanza a distancia y de los códigos que deberían tenerse en cuenta en estas particulares clases, sin que se llegue con frecuencia a amplios consensos.
Como en el resto de las actividades, los maestros y profesores deben aprender los nuevos códigos de la virtualidad. Y muchas veces, a través de situaciones de ensayo y error.
Sería interesante que los colegios, junto a los contenidos tradicionales, aborden con mayor responsabilidad temas de orientación a los alumnos para cuidarse en el contexto de la pandemia y que también los introduzcan en la valoración de las acciones cotidianas que les garantizan calidad de vida.
Son tiempos difíciles, en los que parece innegable que la cultura digital ha venido para quedarse. Tiempos en los cuales los integrantes de la comunidad educativa deberán hacer frente al desafío de la innovación, tratando de no caer en la improvisación y el desconcierto. Tiempos en los que habrá que entender más que nunca que la escuela no es un ente aislado, sino que requiere, en la medida de lo posible, del apoyo de las familias y del Estado para garantizar una educación inclusiva.
Entre los aspectos positivos podemos rescatar, ante las marcadas diferencias en materia de conectividad que el Covid-19 ha puesto en evidencia en el territorio argentino, que el gobierno nacional ha recurrido acertadamente a los canales públicos de televisión para acercar contenidos curriculares a todos los destinos del país. Se trata de una buena práctica, más allá de su insuficiencia.
Las dificultades que afronta hoy el proceso de enseñanza y aprendizaje en medio de las limitaciones que impone la educación remota no hacen más que magnificar las debilidades de nuestro sistema educativo. Una situación que, desde hace mucho tiempo, encuentra su correlato en una sociedad que no se ha preocupado lo suficiente por la educación, pese a lo que muchos declaman.
Porque, después de todo, el fracaso de nuestros alumnos, como bien lo ha venido señalando Guillermo Jaim Etcheverry, es la manifestación del fracaso de un modelo cultural y de un sistema de valores que erigen como ejemplos de vida y de conducta modelos opuestos a la revalorización del conocimiento y a la cultura del esfuerzo.