El desafío de construir un Estado decente
Durante el kirchnerismo, invocando la justicia social, se desviaron millones que fueron a bolsillos privados, dejando un tendal de pobres e indigentes
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Los debates entre izquierdas y derechas, los escándalos de corrupción, las demandas sociales, los dramas de la pobreza, los reclamos a puño alzado, las respuestas libertarias, los vaivenes de la opinión pública, todo tiene como epicentro al Estado. Si mucho, si poco, si presente, si ausente, si flaco o si gordo, tolerante o exigente.
Desde que se formaron los estados nacionales y desapareció el orden feudal a partir del Tratado de Westfalia (1648), el fortalecimiento de la autoridad central ha estado sujeto a procesos convulsivos que fueron modelando los sistemas que ahora rigen en Occidente. Los derechos de segunda y tercera generación han expandido la actividad estatal en ámbitos sociales, económicos y culturales con el propósito de igualar oportunidades y preservar valores comunes a la humanidad.
Sin embargo, esa expansión no ha solucionado el principal problema que aqueja todo proyecto de convivencia social. Más bien lo ha agravado, creando ámbitos de descontrol por donde se escurren recursos con resultados muy diferentes a los descriptos en los considerandos de leyes y decretos.
Todas las personas tienden a maximizar beneficios y minimizar costos pues ello está grabado en el ADN humano. El hombre común actúa según sus intereses personales, como lo aconseja el instinto de supervivencia. Protege a su familia, es generoso con sus amigos, desconfiado con los desconocidos y colabora con los demás siempre que ellos también lo hagan. Para la ciencia fiscal, la creación del Estado tuvo por objeto evitar el “free riding”, es decir, el aprovechamiento de algunos del esfuerzo de los demás, sin contribuir con su parte. De allí la necesidad de delegar el monopolio de la fuerza en una autoridad común para construir puentes y caminos, administrar justicia, garantizar seguridad, defender las fronteras y proveer bienes de provecho general.
Georg Wilhelm Friedrich Hegel, el filósofo alemán impulsor del idealismo objetivo, sostuvo que solo el Estado puede superar la visión egoísta de los individuos, realizando el bien común. Cristina Fernández Wilhelm de Kirchner declaró, en un congreso de Filosofía en 2007, su admiración por Hegel y con ese apoyo ético expandió el gasto público con empleos, subsidios y jubilaciones sin aportes hasta alcanzar el 47% del PBI.
Pero el Estado no es un ente omnisciente ni ajeno al pecado original como creía el pensador de Stuttgart. Es una creación institucional, absolutamente práctica, operado por hombres comunes para intentar mejorar la vida colectiva con sus fallas e imperfecciones. Está insertado en el mundo de la política, cuyos actores buscan expandir su poder, cooptar organismos, recaudar para las campañas, perseguir enemigos, retribuir a amigos y hacer, decir, mostrar u ocultar lo necesario para crecer en las encuestas. Aunque Hegel se revuelva en su tumba.
Durante los cuatro mandatos kirchneristas hemos visto corrupción desembozada en la Nación, las provincias y los municipios
Cuando reina la desmesura y los recursos públicos fluyen sin dueño aparente, la naturaleza humana mete la cola. El mercado también se adapta a los trajines de la política, de las licitaciones y las adjudicaciones. En la base de la pirámide estatal siempre habrá empleados de carrera que cumplen sus funciones con probidad. Pero a medida que se asciende hacia la cúspide aumentan las facultades discrecionales y las tentaciones materiales. Y al llegar a la cima todo puede transarse, hasta falsos requiebros amorosos. Durante los cuatro mandatos kirchneristas hemos visto corrupción desembozada en la Nación, las provincias y los municipios, incluyendo el agravio al sillón de Rivadavia. Consultoras de hermanos y cuñados, estudios de primos y allegados, asesorías de militantes y seguidores, financieras de amigos y testaferros, sociedades de ministros y sus novias, correveidiles de información privilegiada o mercachifles de permisos de importación. Todos operaron en el mercado estatal, leales a sus patrones y obedientes al tiempo de repartir retornos y comisiones.
Durante el kirchnerismo se desviaron millones invocando la justicia social que fueron a bolsillos privados, dejando un tendal de pobres e indigentes. Fue la secuela tenebrosa de la valija de Antonini, las cajas de Florencia, los dólares de la Rosadita, la bolsa de Felisa y los bolsos de López, la imprenta de Boudou, el yate del Bandido, la embajada paralela, los casinos de Cristóbal, las estancias de Lázaro, los hoteles de Cristina, los aviones de Jaime, las vacunas de Zanini, los gastos de Picolotti, los trenes de De Vido y los fondos de Santa Cruz. Sin olvidar a los secretarios Gutiérrez y Muñoz (qepd), los cuadernos de Centeno y los seguros de Martínez Sosa.
Es sorprendente que quienes exaltaron las virtudes éticas del Estado frente a la codicia capitalista no hayan sido custodios de ese legado para preservar su propia legitimidad política. Ha sido tal el abandono de sus banderas y la obviedad de sus desmanes que sus últimos cultores, como Axel Kicillof y sus intendentes del conurbano, han quedado a la intemperie moral cuando proponen negocios estatales parecidos a los que tentaron a Boudou, a Jaime, a De Vido o a López.
La corrupción ha desprestigiado al Estado y provocado invectivas anarquistas contra su existencia. Pero no es una organización criminal como Javier Milei denuncia, sino una institución indispensable para ordenar la convivencia, tan fuerte en los papeles como débil en la práctica y expuesta al saqueo cuando pretende satisfacer todas las necesidades humanas ninguneando al sector privado. Al cruzar el umbral de la desmesura se descontrola y lo esquilman, desde adentro y desde afuera.
El descrédito del falso progresismo otorga ahora una ventana de oportunidad para reconstruir un Estado decente, sin casinos, bolsos, ni veleros. Es necesario reducir su tamaño para eliminar la pobreza, erradicar la indigencia y bajar la inflación. No es tema de ideología, sino de pragmatismo. Debe ser sustentable conforme a la dimensión de nuestra economía y solo crecer en la medida que aumente su productividad.
Se debe recuperar el prestigio que tiene en países vecinos, como Uruguay y Chile (sin necesidad de imitar a Noruega, el modelo que decía tener Alberto Fernández). Cuando se cimente esa transformación, quizás podamos lograr un sólido capital social que facilite la convivencia espontánea. “Es la ley” diremos los ciudadanos cuando el sistema funcione y la presencia del Estado se juzgue tan necesaria como benéfica.
Post Scriptum: ni el pliego del juez Ariel Lijo ni el decreto limitando el derecho a la información son aportes en ese sentido, sino todo lo contrario.