El costo social del costo político
Desde hace mucho tiempo, los jubilados están pagando con sus magros haberes la falta de voluntad política para terminar con regímenes de privilegio y la avidez del “Estado presente”
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Quizás la fertilidad de nuestro suelo, como el petróleo de Nigeria, nos ha hecho sufrir la “maldición de los recursos naturales”. Cuando estos son abundantes, la política se inclina al populismo y, en lugar de mirar al largo plazo, se malgastan los dineros públicos en ganar votos a costa de sacrificar el futuro nacional.
La satisfacción de las necesidades colectivas, cada vez más complejas, requiere construir bases sólidas para sostener el edificio institucional. Ello implica reglas estables que aseguren la certeza de los marcos contractuales, el respeto a los derechos de propiedad, la confianza en la Justicia y la gestión previsible de los poderes públicos. En suma, cuando la Constitución tiene plena vigencia y su regular aplicación genera seguridad jurídica, el ahorro se transforma en inversión y el capital permite dar empleos de calidad, aumentando la productividad del trabajo.
Todo eso suena de manual. Pero es un manual que en la Argentina se quemó hace muchos años cuando se demolieron virtudes morales esenciales, como el esfuerzo, el mérito y la honradez, suplantándolas por la picardía, la ventaja y el disimulo, habilidades más exitosas cuando de trapicheos de corto plazo se trata.
Desde que se abandonó la convertibilidad y se aplaudió de pie el mayor “default” de la historia, nuestro país dejó el camino del crecimiento sustentable y fue llevado por un torbellino de consignas y controles, discursos y prohibiciones, subsidios y distorsiones que frenaron la inversión, aumentaron la pobreza y dispararon la inflación.
La vorágine de decadencia multiplicó los problemas de alimentación, vivienda, educación, salud y seguridad, obligando a paliar emergencias sin crear condiciones para que comer, educarse y tener techo fuesen realidades y no solamente derechos de papel. Esa forma de regentear las partidas sociales, los precios de los bienes y el costo de los servicios, alteró todos los incentivos, apurando la marcha hacia el abismo hiperinflacionario. También dañó la cultura del trabajo, al reemplazar los valores que deben cimentar el progreso colectivo por un asistencialismo perverso que instauró la cultura de la dádiva, el clientelismo y la sumisión, en nombre de la liberación.
El populismo tiene una aritmética que nunca suma y siempre resta
Y esa nueva normalidad trastocó el capital social de los argentinos. Si el modelo sarmientino propuso la educación común para crear una nación con valores compartidos, el populismo provocó un repliegue moral, donde cada uno intenta salvarse como puede, aunque la nave se vaya a pique. En ese dramático contexto, las reformas estructurales indispensables para hacer un país viable son rechazadas por gran parte de la clase política, habituada a la emisión de dinero para dilatar soluciones y evitar la realidad. Como ocurre en Nigeria, el gigante dormido de África.
Cambiar el discurso, mostrar bolsillos vacíos y hablar de proponer mejoras para las generaciones futuras implica un gesto antipático que nadie quiere asumir. Cuanto más degradado es el nivel de vida de la población, cuanto mayores son sus necesidades inmediatas y menor su formación cultural, más reducido es el espacio que tienen los dirigentes para proponer cambios profundos sin romper ese encierro de cristal llamado “costo político”. Repiten así viejas muletillas invocando preciadas trayectorias personales: que la “justicia social” es irrenunciable o que “este es mi límite” ante medidas impopulares.
El caso de la ley de movilidad jubilatoria, sancionada en el Congreso y vetada anteanoche por el Poder Ejecutivo, es ejemplar. Como todos saben y pocos recuerdan, la falta de inversiones desde la crisis de 2001 desalentó la creación de empleo privado, expulsando a multitudes hacia la informalidad y el cuentapropismo. Eso redujo la cantidad de aportantes a la Anses, en forma inconsistente con el aumento de beneficiarios. A su vez, tras tantas crisis, millones de sexagenarios se encontraron sin cobertura social por la discontinuidad de sus trabajos. Un problema que no se podía ignorar, pues se trata de argentinos que sufrieron las consecuencias de un país devastado por prácticas populistas alérgicas al capital. Pero los legisladores no tuvieron mejor idea que aprobar dos moratorias (2014 y 2023) que desequilibraron aún más las cuentas previsionales, convirtiéndolas en el principal gasto del Estado.
El problema de quienes carecían de cobertura debió haberse encarado con medidas que asegurasen su financiación y no incorporando a los “excluidos” a un sistema previsional incapaz de absorberlos sin agravar la situación fiscal y en perjuicio de quienes hicieron sus aportes regulares. Pero así fue, con el mismo aplauso de los políticos que, en su momento, habían celebrado el fin del sistema de capitalización.
Hace 30 años las AFJP ofrecieron una alternativa de ahorro privado hasta que Cristina Kirchner, a instancias de Amado Boudou, confiscó en 2008 sus fondos para continuar gastando y designar militantes en directorios de empresas cotizantes. Era tal avidez del “Estado presente” que ese mismo año Martín Lousteau, en su rol de ministro de Economía, con su resolución 125, creó un fondo de “redistribución social” basado en retenciones móviles rechazada luego en el Congreso. En 2012, con el liderazgo de Axel Kicillof se expropió YPF, con igual voracidad y mucha mayor torpeza por sus millonarias consecuencias.
La solución de fondo requerirá reformas que alienten el empleo regular
Recordemos los números. En 2011 había 2 millones de jubilados y en 2024 aumentaron a 6 millones, de los cuales casi 4 millones ingresaron sin aportes. Por otro lado, cayó el empleo en relación de dependencia por falta de inversiones, mientras crecieron los monotributistas y los informales. Es insostenible un régimen de reparto cuando solo hay 8 millones de trabajadores para sostener a 6 millones de pasivos. El equilibrio exigiría una relación de 4 a 1 y no la actual, de 1.4 a 1. Pero el populismo tiene una aritmética que nunca suma y siempre resta, aunque, a la larga, la economía real pone los números en su lugar para empezar de cero.
La solución de fondo requerirá reformas que alienten el empleo regular y no la expulsión a la informalidad, como ha sido la herencia kirchnerista. Desde el aumento de la edad jubilatoria hasta la reducción del costo laboral, la extinción de la industria del juicio y la eliminación de los regímenes de privilegio (como el que goza Cristina Kirchner) para atacar el problema de raíz sin temor al costo político. La Ley Bases ha significado un avance, pero lejos está el peronismo de renunciar a la “Carta del Lavoro” que rige desde hace 80 años.
Y por sobre todas las cosas, es necesario el crecimiento de la economía, que no está en manos de Javier Milei sino de consensos parlamentarios que, a su vez, deberían reflejar el sistema de ideas y creencias de la población. Si el riesgo país bajase a los mismos niveles de los países vecinos, no solamente se reactivaría el consumo, sino que también habría fuertes inversiones, generando más recursos para el sistema jubilatorio.
Si, por ejemplo, la oposición apoyase derogar regímenes de privilegio heredados de tres tenientes generales que pensaron igual (Juan Domingo Perón, Juan Carlos Onganía y Alejandro Agustín Lanusse), como la personería gremial única por rama de actividad, el control de las obras sociales por los sindicatos y el régimen de Tierra del Fuego, en un abrir y cerrar de ojos la Argentina se convertiría en un país del primer mundo. Pero, como por ahora eso no ocurrirá, los jubilados de la mínima deberán seguir soportando el costo social de que la dirigencia no esté dispuesta a enfrentar el temido costo político.