El Che y Santucho, un pasado de sangre
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La capacidad de asombro de los argentinos vuelve a ponerse a prueba con la inclusión de las figuras del Che Guevara y Mario Roberto Santucho en las banderas y pecheras de algunas agrupaciones piqueteras, personajes cuya idolatrización debiéramos de una buena vez erradicar a la luz de la violencia y la sangre que tiñeron la década del 70.
Ernesto Guevara, el Che, ideólogo y comandante de la revolución cubana, fue uno de sus líderes más sanguinarios. En 1959 dirigía La Cabaña, una fortaleza convertida en prisión para contrarrevolucionarios, luego del advenimiento de Fidel Castro, mote para perseguir y encerrar a disidentes, homosexuales, Testigos de Jehová y sacerdotes. Como presidente del tribunal revolucionario de apelación, conocido por rechazar los requerimientos de los infortunados condenados, el Che fue el responsable directo de más de mil fusilamientos. Su intento de exportar la revolución cubana a América Latina en los 60 fue dejando otro tendal de víctimas en su recorrido de atentados. Su accionar no admite reivindicaciones; demasiado alejado del perfil romántico con el que muchos jóvenes de hoy, ingenuos o debidamente adoctrinados por falsos relatos, pretenden recordarlo.
Roberto Mario Santucho, también conocido como “comandante Robi”, fue jefe del autodenominado Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores. Junto con Montoneros y FARC, el ERP fue protagonista de aquella década de violencia sin igual entre 1969 y 1979.
El raid del ERP bajo la comandancia de Santucho, además de ataques y atentados, incluyó centenares de secuestros extorsivos, muchos de luctuoso saldo, para financiarse: empresarios (como Oberdan Sallustro, presidente de Fiat, en 1972, asesinado en cautiverio, y Víctor Samuelson, gerente general de la Esso, por quien obtuvieron más de 14 millones de dólares de rescate), diplomáticos (como el estadounidense Alfred Laun en 1974), periodistas (como Héctor García del diario Crónica en 1973), gremialistas (como Augusto Vandor y Antonio Magaldi asesinados en 1969 y 1974 respectivamente, sobre un total de 215 gremialistas víctimas de atentados entre 1969 y 1979) y militares (como el coronel Ibarzabal, asesinado, o el mayor Argentino del Valle Larrabure secuestrado durante un ataque a la Fábrica Militar de Villa María y asesinado más de un año después en cautiverio).
El ERP también mató a mansalva a cientos de víctimas, como el profesor Carlos Sacheri, asesinado en 1974 frente a su familia, el capitán Humberto Viola, asesinado ese mismo año junto a su hija de tres años cuando salía de su casa en Tucumán acompañado de su esposa quien también fue herida
Frustrados los intentos por copar el área industrial de San Nicolás y Villa Constitución, la organización terrorista pretendió ocupar la provincia de Tucumán, dando lugar a la contraofensiva del Operativo Independencia, ordenado por el entonces gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón en defensa del territorio. Enceguecido por el fracaso en Tucumán y en su afán por apropiarse de armamento para sostener la lucha, Santucho ordenó, en diciembre de 1975, el ataque al Batallón de Arsenales 601 Domingo Viejobueno de Monte Chingolo, el de mayor envergadura encarado, con más de trescientos guerrilleros. La terrible derrota le significó más de 100 bajas.
En vísperas de una reunión con Mario Firmenich, jefe de Montoneros, Santucho cayó en un enfrentamiento en Villa Martelli a manos de un pequeño grupo de efectivos del Ejército dirigidos por el capitán Juan Carlos Leonetti. Este también murió en el combate y nunca supo que había abatido al jefe del ERP junto con otros de sus comandantes Benito Urteaga. Paradójicamente, la viuda de Leonetti jamás recibió las compensaciones económicas que, a partir de 1990 y 2000, recibieron del Estado nacional muchos de los familiares del ERP, incluyendo varios de los atacantes al Regimiento Domingo Viejobueno.
La trayectoria criminal de Santucho no deja dudas respecto de la gravedad de pretender revindicar la figura de quien fue uno de los responsables de las etapas más sangrientas y dolorosas de la Argentina. Los atentados de la organización por él comandada no repararon en víctimas colaterales, menos aún en los niños: 29 murieron y 79 fueron heridos en atentados terroristas de aquella década.
Las organizaciones terroristas fueron directamente responsables de ataques y atentados con un saldo de 17.380 víctimas, sin contar a integrantes de las fuerzas de seguridad y policiales heridos o muertos en combate. La mayoría de los ataques ocurrieron antes del advenimiento del gobierno militar en marzo de 1976. Sobre evidencia documental y de época, el Centro de Estudios Legales del Terrorismo y sus Víctimas (Celtyv) contabiliza 1094 personas asesinadas, 756 personas secuestradas, 2368 personas heridas y 4380 bombas detonadas. Para tener una idea de la magnitud del accionar terrorista en la Argentina, la cantidad de muertos a manos de estas organizaciones durante un período de diez años supera holgadamente las 864 fallecidas en España por el accionar de la ETA a lo largo de más de 50 años, entre 1961 y 2011.
Resulta inexcusable que todo el arco político mantenga silencio ante tan peligrosas incitaciones a la violencia. La Argentina ya pagó con demasiadas vidas y tragedias no haber puesto límite a tiempo a los mal llamados “jóvenes idealistas”. Seguir alimentando en nuestros jóvenes un imaginario tan falso como sangriento compromete también nuestro futuro.