El caso Zaffaroni
Si bien corresponde que prevalezca la presunción de inocencia, la instancia del juicio político no debería demorarse
Una denuncia formulada ante la Procuración General de la Nación por la organización no gubernamental La Alameda, respetada institución que se especializa en combatir la trata de personas, ha conmovido a la opinión pública. Según esa fundada presentación, por lo menos cinco departamentos de propiedad de un ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación estaban siendo utilizados como prostíbulos.
El juez denunciado a tenor del dominio registrado de los inmuebles, Eugenio Zaffaroni, se ha defendido con la argumentación de que desconocía que en ellos funcionaban prostíbulos. Hace ya casi un mes que el caso tomó estado público.
La decana de la Facultad de Derecho de la UBA abrió las puertas de esa casa para que el rector de la Universidad de Buenos Aires, representantes de instituciones profesionales y de organismos defensores de los derechos humanos se pronunciaran en apoyo del magistrado. El rector Rubén Hallú, arrogándose una representatividad que no tiene, le dijo sentidamente: "Esta universidad, esta comunidad de 400.000 personas lo respalda totalmente". En los partidos de oposición, ámbitos en los que se considera a Zaffaroni como el juez de la Corte más identificado con el gobierno kirchnerista, se llegó, en cambio, a pedir su renuncia.
Habrá que preservar la circunspección que el delicado caso merece antes de abrir un juicio definitivo. El Congreso de la Nación es el ámbito para dirimir un asunto de esta naturaleza y el magistrado debe contar con todos los instrumentos y tiempos apropiados para justificar su rechazo, que ya ha anticipado, a los cargos que se le formulan, si bien ha admitido que en algunos de sus departamentos habrían funcionado prostíbulos. Será una manera de afirmar principios esenciales del derecho y las garantías individuales, y al mismo tiempo sentar una lección de alcance general, cuando desde el Gobierno se lanzan gravísimas imputaciones, como parte de conveniencias políticas subalternas, contra quienes han cuestionado el proceder del miembro de la Corte.
Las investigaciones que condujeron al escándalo instalado se remontan a un incidente que habría ocurrido en 2008, cuando un allegado a Zaffaroni apareció relacionado con la instalación de un prostíbulo. En 2009, La Alameda radicó una denuncia penal sobre el presunto funcionamiento de una supuesta red de proxenetismo en 613 inmuebles de la Capital y se constató más tarde que algunos pertenecerían a Zaffaroni. Gustavo Vera, titular de La Alameda, informó que sólo ayer, transcurridos dos años de aquella denuncia, fue citado por la Justicia para ratificarla.
Hace tres semanas, los hechos cobraron masiva difusión y plantearon un debate sobre la conducta que se espera de los jueces.
Sin abordar necesariamente el caso de Zaffaroni, cabe hacer algunas reflexiones, y la primera es que hay debilidades humanas que se pueden perdonar a un ciudadano del común e, incluso, a muchos funcionarios públicos. Pero esa misma condescendencia resulta difícil de articular cuando se trata de magistrados, y más aún si son integrantes del más alto tribunal de justicia de la Nación. Allí se resumen, en última instancia, la suerte de nuestras libertades, el honor y el derecho a la propiedad y la constitucionalidad de las leyes y actos de gobierno, como también la preservación de las bases esenciales del Estado de Derecho.
Al decir de Aharon Barak, prestigioso ex presidente de la Suprema Corte de Israel, la judicatura no es sólo un trabajo, sino un modo de vida. De allí que los jueces deban siempre ser particularmente celosos y ordenados en sus vidas y cuestiones personales, para proteger de esa manera su reputación. La confianza de los ciudadanos en sus magistrados supone un mínimo de orden y tranquilidad respecto de las conductas personales.
Hace algunos años, en una obra muy difundida sobre la judicatura, el célebre jurista italiano Piero Calamandrei advertía que los jueces son, en rigor, como los miembros de una orden religiosa: cada uno de ellos tiene que ser un ejemplo de virtud, pues de lo contrario los creyentes pierden la fe. Si, lejos de dar ejemplo de comportamiento intachable, un alto magistrado daña, por acción u omisión, la confianza que la sociedad ha depositado en él, la imagen de la Justicia toda queda lastimada. Es decir que se convierte en un tema de gravedad institucional.
La magistratura supone no sólo un mínimo de austeridad, sino también de tranquilidad respecto de la propia conciencia, de modo que ninguno de sus actos contradiga ni lastime la importancia de la misión que se le ha confiado. Esto exige, entre otras cosas, no ignorar lo que sucede con sus bienes. Por eso, algunos códigos de conducta judicial disponen expresamente que los jueces no sólo tienen que evitar la incorrección, sino también hasta las meras apariencias de que no actúan de acuerdo con las normas básicas de la moral, en todas sus actividades.
Por desgracia, las primeras reacciones públicas de Zaffaroni resultaron impropias de un juez del máximo tribunal, al acusar al periodismo de haberse ensañado con él. Como el propio Zaffaroni ha admitido, los hechos denunciados serían ciertos y quedarían, por lo tanto, fuera de discusión. Lo que aún resta conocer, a casi un mes de haberse hecho público el caso, son las fundadas y documentadas explicaciones que indefectiblemente debe brindar el magistrado.
Como ha señalado el Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires, esas explicaciones debe brindarlas en el marco de un juicio político en el Congreso, tal como prevé la Constitución para los jueces de la Corte, con la debida transparencia.
Hasta que llegue ese momento, debe prevalecer sin ninguna restricción la plena presunción de inocencia. En cambio, lo que de ninguna manera debe admitirse es que se postergue esa instancia o, peor aún, que no se lleve a cabo. Sería la peor solución para Zaffaroni y, más aún, para la ya muy cuestionada credibilidad de nuestra Justicia.