El caso Pelicot (Última parte). La necesidad de un cambio cultural
Es preciso ayudar a muchas víctimas de violencia familiar temerosas de que la difusión del drama que atraviesan derive en males mayores
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Poco antes de que se difundiera en Francia la sentencia de 20 años de prisión a Dominique Pelicot por haber drogado a su esposa para que la violaran decenas de hombres con perversiones tan aberrantes como la suya, desde estas páginas dábamos cuenta de la existencia de una condena previa: la social.
Millones de personas, sin togas ni comprensión de digestos jurídicos, ya le habían bajado el martillo y encerrado en la más profunda de las oscuridades colectivas al depravado, al indecente, al supuesto marido comprometido que acompañaba amorosamente a su esposa cada vez que abandonaban la casa familiar, pero que la sometía brutalmente paredes adentro, entregándola a desconocidos para que la violaran una y otra vez.
Dominique Pelicot pudo haber usado numerosas drogas para aplacar a su esposa, pero no pudo doblegar la reacción de una sociedad que se sintió asqueada y alterada frente a la degradación, pero también –y en algún punto– avergonzada. Muchos de quienes siguieron ese caso deben haber pensado cuántas veces fueron testigos de hechos de violencia sexual –o de cualquier otro tipo de violencia– que no denunciaron o que, por malsanas cuestiones culturales, no consideraban grave.
La violencia va más allá de lo físico. Puede ser emocional, psicológica. Los abusos se enmascaran en tantos disfraces como actores dispuestos a protagonizarlos
A lo largo del juicio quedaron expuestas varias de esas situaciones. El propio Pelicot intentó excusar su delictual conducta en la violencia que él mismo había padecido de niño, la esposa de uno de la cincuentena de acusados de violar a Gisèle Pelicot llegó a justificar que su marido buscara fuera de su casa las satisfacciones que ella no llegaba a darle y algunos defensores pusieron en duda el no consentimiento de la víctima como si esta no hubiera estado inconsciente hasta el punto de haberse enterado de lo que le sucedió recién a los 72 años, cuando su ahora exesposo fue detenido por la policía en un centro comercial por tomar fotografías obscenas de mujeres desconocidas, lo que permitió descubrir en su teléfono celular el archivo de decenas de escabrosas imágenes que daban cuenta de sus delitos.
Hubo algún que otro comentarista que no dudó en encapsular estos aberrantes episodios en el peligroso concepto de “problemas de pareja”, lo que remite indudable y lamentablemente al perimido concepto de “crimen pasional”.
La violencia puede adoptar muchas formas. La ejercida por Pelicot, de manera sistemática y por tanto tiempo –una década– es apenas un tipo. La violencia va más allá de lo físico. Puede ser emocional, psicológica. Las amenazas lo son; también el acecho. Los abusos se enmascaran en tantos disfraces como actores dispuestos a protagonizarlos.
La exposición de uno o varios delitos cometidos en la esfera privada adquiere en el debate público un sentido ejemplificador para los miles y miles de víctimas que tienen temor a denunciarlos
Aunque la doméstica afecta con más frecuencia a las mujeres, cualquiera puede ser víctima de violencia. Por otra parte, hay muchos niños que han perdido a su madre en casos de femicidio. Según cifras de la organización Casa del Encuentro, a mediados de 2024 llevaban contabilizados 127 femicidios y 124 hijos se quedaron sin madre: víctimas colaterales de este delito. En 2018, y en respuesta a esta penosa y creciente realidad, se sancionó la ley por la que se creó el régimen de reparación económica para niñas, niños y adolescentes, destinado a cualquier persona menor de 21 años o con discapacidad que sea hija de algún progenitor fallecido a causa de violencia intrafamiliar y/o de género.
En las relaciones abusivas, sostienen los especialistas, hay alguien que mantiene el control y ejerce el poder. El abusador no siempre es reconocible y puede pasar mucho tiempo antes de que se revele como tal. Al principio, sus palabras atemorizadoras suelen ser espaciadas y puede mostrarse arrepentido de sus actos. Los pedidos de disculpas frente a los iniciales arrebatos confunden a las víctimas, que pasan del temor a perdonarlos una y otra vez, a la espera de que se produzca un cambio. Lamentablemente, en muchos casos, la violencia escala sin frenos. La víctima, tan acostumbrada como aturdida, no suele pedir ayuda. Y si lo hace, suele llegar tarde.
Por ocurrir generalmente dentro del interior de viviendas, es decir, en esferas privadas, resultan imprescindibles las denuncias, los testimonios de personas cercanas a la víctima que sean testigos. Los insultos constantes, actos denigratorios, controles excesivos y amenazas son motivos de alerta que el damnificado puede estar minimizando y es necesario ayudarlo a verbalizar lo que ocurre para entender los peligros a los que podría estar expuesto. El paso siguiente es avisar a las autoridades para que dispongan los debidos resguardos e investigaciones.
Gisèle Pelicot puede haber instaurado, sin quererlo, la necesidad de afrontar un cambio cultural. Ha logrado poner la vergüenza del lado de quienes corresponde: los agresores
Gisèle Pelicot tomó conciencia de su caso de manera indirecta, sin poder en un principio creer lo que su marido le había estado haciendo. Ese dolor no le impidió convertirse en una vocera de muchísimas mujeres sometidas.
La exposición de uno o varios delitos cometidos en la esfera privada adquiere en el debate público un sentido ejemplificador para los miles y miles de víctimas que temen que la difusión de la tragedia que las atraviesa derive en males acaso mayores para ellas o para quienes las rodean.
Como decíamos en un anterior editorial, ni que decir cuando los protagonistas de esos delitos son personas públicas que han tenido o tienen responsabilidades de gobierno, como sucede en nuestro país con las denuncias sobre golpes y maltratos de parte del expresidente Alberto Fernández contra su esposa Fabiola Yañez.
Gisèle Pelicot puede haber instaurado, sin quererlo, la necesidad de afrontar un cambio cultural. Ha logrado, con su dignidad y tenacidad, poner la vergüenza del lado de quienes corresponde: los agresores.