El caso Chocobar
Amparados en un mal entendido garantismo, los fallos judiciales pueden transmitir a los agentes del orden la conveniencia de no cumplir su deber
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El Tribunal Oral de Menores N° 2 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires resolvió condenar a dos años de prisión en suspenso y cinco años de inhabilitación al policía Luis Chocobar, acusado de matar al delincuente Juan Pablo Kukoc, en diciembre de 2017. El hecho ocurrió luego de que este apuñalara y robara, junto a un cómplice, también menor de edad, a un turista estadounidense en el barrio porteño de La Boca.
La saña de los delincuentes, con desenfrenado conocimiento de lo que hacían, fue brutal. Le asestaron a la víctima diez puñaladas para arrebatarle una cámara fotográfica. Solo por milagro Frank Joseph Wolek, destinatario del feroz ataque, está hoy con vida, pese a que las heridas incluyeron su corazón.
Como suele ocurrir al cabo de episodios de tal naturaleza, rápidamente las doctrinas imperantes plantearon el supuesto abuso del “gatillo fácil” y exigieron una severa sentencia para Chocobar. ¿Cómo calificar de tal modo la conducta de un policía que auxilió al desprevenido turista, procuró ahuyentar a los delincuentes primero con disparos al aire y después apuntó a uno de ellos de la cintura para abajo, como que una de las balas disparadas le dio en un glúteo después de rebotar en el suelo?
Desde el luctuoso episodio, ciudadanos preocupados por los pavorosos índices de delincuencia común y la desprotección en la que la irresponsabilidad política deja a la policía en múltiples ocasiones, alzó la voz en defensa del uniformado. Muchos se manifestaron presencialmente a su favor en las afueras de los juzgados de Comodoro Py y, al momento, una colecta iniciada vía redes para compensarlo ya reunió más de 1.800.000 pesos.
El cómplice de Kukoc, de nacionalidad paraguaya y cuyo nombre no se dio a conocer por haber sido menor de edad a la hora de los incidentes, fue condenado a nueve años de prisión. La comparación del trato dispensado a este por el tribunal en relación con Chocobar revela, más allá de las críticas recibidas, que los jueces han procurado preservar cierto equilibrio en la categorización de los sucesivos capítulos del hecho de La Boca. Es más: la inhabilitación que dispusieron en la condición policial de Chocobar concierne a las actividades “operativas”, no al ejercicio de funciones administrativas que lo habilitan para continuar en la institución de seguridad en la que se desempeña.
La condena al policía, manifiestamente menor que la pedida por la parte acusadora, invita de todos modos a reflexionar sobre su grado de lógica jurídica intrínseca y de apreciación de los efectos psicológicos, y de valoración social y ejemplificativa, en la Argentina actual. Por encima de los términos en principio estrictos con los que corresponde aplicar la ley penal, era importante prever si la repercusión del fallo en la opinión pública satisfaría la noción básica de que, por la pena aplicada, el Estado preserva y hasta fortalece su alicaído carácter de garante de la paz social.
La pena aplicada podría justificarse sin reticencias si, como entiende la filosofía del derecho que emana de Immanuel Kant, el efectivo policial hubiese cometido algún delito que ameritara castigo efectivo. Sobre ese punto hay más que razonables dudas. Es evidente que se juzgó la conducta de un servidor público que intercedió, en forma valiente y con vocación de servicio, ante una situación manifiestamente criminal. ¿Hasta dónde podría hablarse, por lo tanto, de un comportamiento imprudente del policía, si de continuar en la huida los delincuentes podrían haber redoblado la ronda criminal, como lo verifica periódicamente la trágica experiencia ciudadana? El delincuente caído no se detuvo a pesar de que Chocobar se había identificado como policía y agotado con disparos al aire los medios disuasorios.
El tribunal oral interviniente condenó a Chocobar por homicidio cometido en exceso del “cumplimiento de un deber”. La palabra “exceso” es clave en la polémica abierta, pues confirma el reconocimiento judicial de que el policía actuó, en principio, dentro de lo que cabe esperar de su oficio. Incluso estando fuera de servicio, ¿cómo no habría de gravitar en su intervención el hecho de que simples vecinos procuraban trabarse en lucha con los delincuentes a fin de asistir al turista y recuperar su cámara fotográfica robada?
El fallo alimenta en la opinión pública, en definitiva, el tema de la disfuncionalidad de una Justicia que, indebidamente perturbada por presiones políticas y sociales, se muestra limitada a la hora de cuidar más a quienes nos cuidan. Así, se inclina peligrosamente la balanza hacia el lado de los victimarios y no de las víctimas, abriéndose, como ha sucedido, un espacio insólito para que amigos y familiares inconscientes clamen revancha y salgan a las calles a gritar “vivan los pibes chorros”.
Debe resultar difícil estar en los zapatos de los agentes del orden frente a mensajes como los que se desprenden de fallos judiciales que muchas veces, merced a un mal entendido garantismo, favorecen a los delincuentes y dejan indefensas a las víctimas.
Si la primera razón de ser del Estado es garantizar la seguridad de los habitantes, ¿cómo aceptar sin desazón y rebeldía cívica resoluciones que dejan en el ánimo de los efectivos policiales un claro registro de que deben abstenerse de cumplir su deber en situaciones extremas a fin de no exponerse a condenas penales?
El fallo del tribunal integrado por los jueces Fernando Pisano, Jorge Ariel Apolo y Adolfo Calvete que condenó a Chocobar será apelado ante la Cámara de Casación por la defensa del policía. Por más que haya aplicado “la mínima pena posible” dentro de la calificación del delito del que se hizo cargo el Tribunal de Menores, ha habido un amargo eco de decepción cuyos efectos se harán sentir. Así lo ha hecho saber desde Estados Unidos, donde vive, Frank Joseph Wolek, el turista víctima de un caso más de gravedad producido por la extendida delincuencia común en nuestro país.
Así también lo sentimos nosotros, sin dejar de sopesar lo harto difícil del papel desempeñado por los magistrados actuantes, toda vez que aquella sociedad que tan bien describió Discépolo asiste consternada a una puja de intereses, más cargados de ideología que de sensatez. Literalmente, a merced del delito.