El Brasil que viene
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La segunda vuelta de las elecciones consagró a Lula da Silva como el próximo presidente brasileño por un escasísimo margen sobre el actual mandatario, Jair Bolsonaro. Apenas dos millones de votos –el 1,8% de diferencia– separaron a ambos candidatos presidenciales sobre un total de 118,5 millones de sufragios válidos emitidos. Semejante resultado, el más estrecho en la historia electoral de Brasil, habla a las claras sobre el tamaño del desafío para el futuro jefe de Estado, quien deberá gobernar con un Congreso adverso y un país prácticamente dividido en dos.
Sin duda, en un Brasil marcado por dos posiciones políticas y económicas que se ubican en las antípodas, no será factible la gobernabilidad si no se intenta tender puentes entre oficialismo y oposición. Por eso, el llamado de Lula a resolver los problemas de su país con “diálogo y no con fuerza bruta” significa un buen comienzo.
Las encuestas preelectorales, más allá de la intención de voto, daban cuenta de un fenómeno que ya hablaba de aquella grieta. Un 30% de los brasileños se definía como “antipetista” –en referencia a su manifiesto rechazo al Partido de los Trabajadores (PT) de Lula–, al tiempo que un 44% de la ciudadanía se autoproclamaba “antibolsonarista”. Pese a esto último, Bolsonaro cosechó anteayer el 49,1% de los sufragios, logrando achicar la ventaja de Lula sobre él de los 6,2 millones de votos de la primera vuelta a solo 2 millones.
Los datos que evidencian la polarización no terminan allí. Lula se impuso en 13 estados, mientras que Bolsonaro triunfó en 14.
El resultado electoral arrojó otra novedad. En su tercer período como presidente de Brasil, Lula no enfrentará a una oposición liderada por sectores moderados del centro, como los que podía liderar Fernando Henrique Cardoso, sino por una derecha más radicalizada, como la que representa Bolsonaro.
De quién sea el ministro de Economía que designe Lula podría depender en buena medida la obtención de apoyos de los sectores más moderados de la oposición para el futuro gobierno. Ya la elección de Geraldo Alckmin como compañero de fórmula de Lula fue una señal hacia la moderación que alejaría al próximo presidente brasileño de la liturgia izquierdista que caracteriza a otros gobiernos de la región. Alckmin es un dirigente de centroderecha que gobernó San Pablo y que incluso compitió contra Lula en las elecciones presidenciales de 2006.
Se trata de señales que en nuestro medio deberían entender algunos dirigentes kirchneristas que se entusiasman con la idea de que el regreso de Lula al poder podría ser anticipo de otro avance del populismo de izquierda en América Latina.
La sorpresiva visita que le hizo ayer Alberto Fernández al presidente electo en San Pablo, con una nutrida comitiva que no se explica en tiempos de marcada crisis, más que una demostración de la importancia que para el gobierno argentino puede tener la relación bilateral, fue un vergonzoso intento por capitalizar políticamente de rápida manera el éxito de Lula.
Para el kirchnerismo, el regreso de Lula al poder tiene un condimento especial tras su paso por la cárcel, condenado por corrupción a 12 años de prisión, de los cuales cumplió 19 meses antes de que la sentencia fuese anulada por vicios procesales. Un insumo más para el relato inspirado por una vicepresidenta de la Nación acorralada por las investigaciones judiciales acerca de los escándalos de corrupción, que verá en lo ocurrido en Brasil una nueva oportunidad para denunciar que es una perseguida política.
Al margen de cualquier especulación política, el resultado de las elecciones brasileñas puede ser una oportunidad para normalizar las relaciones de nuestro país con uno de sus principales socios comerciales, tras la opaca etapa que signó el vínculo del actual gobierno argentino con la administración de Bolsonaro.