El arrepentido, una figura más indispensable que nunca
No es casualidad que en nuestro país, donde vegetan importantes causas judiciales de corrupción, aún no pueda aplicarse este recurso esencial
Cuando el Gobierno presentó, el año pasado, su proyecto de un nuevo Código Procesal Penal de la Nación, desde esta columna sostuvimos sin vacilar que el texto estaba encaminado a garantizar la impunidad en los numerosos casos de corrupción que han acompañado la larga gestión del kirchnerismo en el poder. Señalamos entonces que aquel proyecto carecía de herramientas esenciales para investigar y juzgar a los responsables de la criminalidad organizada y la corrupción, y mencionamos, por ejemplo, que se omitió incorporar figuras fundamentales como el arrepentido, el agente encubierto y el testigo de identidad reservada.
No obedece a la casualidad la ausencia de esas figuras y mecanismos que hace ya muchos años emplea la mayoría de los países del mundo que decidieron combatir aquellos flagelos.
La impostergable necesidad de introducir cuanto antes la figura del arrepentido en la investigación de complejos casos de corrupción salta a la vista cuando observamos los éxitos resonantes que su empleo ha permitido en el reciente caso de corrupción en la FIFA, donde varios arrepentidos resultaron indispensables para el avance de la investigación de la justicia norteamericana. Otro tanto ocurre en las justicias de Italia y de Brasil.
Como contrapartida, asistimos a la extrema lentitud con que avanzan las causas de corrupción que involucran a importantes figuras del kirchnerismo, como ocurrió antes con las del menemismo. Tan extrema es esa lentitud que importantes expedientes suelen permanecer durante meses y a veces años en estado vegetativo.
Curiosamente, los mismos sectores que abogan por el abolicionismo o por el derecho penal mínimo son los que combaten con más fuerza aquellas figuras tan útiles, seguramente porque son conscientes de que la aplicación de sanciones penales sería mucho más eficaz si se utilizaran estas herramientas. Modernamente, ya nadie discute que las organizaciones criminales sólo pueden ser combatidas eficazmente mediante la introducción en su seno de agentes encubiertos o mediante el concurso de arrepentidos que conozcan desde adentro su funcionamiento y permitan así intentar desbaratarlas.
Hemos visto, en Brasil, la velocidad con la que avanzan las investigaciones sobre el escándalo de Petrobras, que también involucra a varias empresas constructoras y a importantes figuras políticas. Allí, la "delación premiada" de dos de los investigados a fines del año pasado fue lo que permitió que se descubriera parte del esquema de corrupción de la empresa petrolera estatal. La información y las pruebas presentadas por estos dos informantes no sólo llevaron a la prisión a diversos directores y ejecutivos de las principales empresas constructoras y contratistas de Brasil, sino que también expusieron los pagos de coimas a políticos y a partidos, y el financiamento ilegal de la campaña electoral del partido oficialista PT que llevó a Dilma Rousseff a la presidencia del país.
Si bien las investigaciones están lejos de concluir, la operación Lava Jato (lavado de autos), como es conocida en Brasil, ya posibilitó la devolución a los cofres públicos de centenares de millones de reales robados y la prisión de más de 70 involucrados. Recientemente, otras 12 personas investigadas realizaron acuerdos con el ministerio público y se esperan nuevas prisiones. Ocurre allí algo similar a lo sucedido en Italia en la década de 1990 con el movimiento judicial mani pulite (manos limpias).
Mientras tanto, en la Argentina asistimos a la espasmódica marcha de los casos de la imprenta Ciccone, que compromete al vicepresidente, Amado Boudou, y a la causa Hotesur, que involucra a la familia presidencial, mientras que otros escándalos corren peligro de prescribir por el paso del tiempo, como el de la valija repleta de dólares del venezolano Antonini Wilson, o fueron cerrados de cualquier forma por la Justicia, como ocurrió con la investigación a los Kirchner por presunto enriquecimiento ilícito.
Algo tienen en común esos casos, además de rozar a altos funcionarios. Se trata del pacto de silencio entre los involucrados, típico de los casos de corrupción.
Quizás el mejor ejemplo de la innegable utilidad de la figura del arrepentido para quebrar esos pactos lo dio Italia cuando la aplicó con firmeza para romper la omertà o ley del silencio que caracteriza a las organizaciones mafiosas. Integrantes de esas asociaciones criminales se decidían a confesar no sólo su partipación en los delitos sino quiénes fueron sus cómplices y jefes, a cambio de una reducción en las penas.
Obviamente, las confesiones de un arrepentido no bastan por sí solas y deben ser corroboradas por otras vías, pero al provenir de boca de alguien con conocimiento directo de los hechos, esas confesiones incluyen información que permite confirmar los dichos del arrepentido.
Se han planteado objeciones a la aplicación de esta figura, comenzando por su nombre, pues quien habla a cambio de una mejora procesal no es un arrepentido, sino alguien que lleva a cabo un trueque. Ni estas ni las demás objeciones son convincentes ante la enorme utilidad de una figura clave para luchar contra la impunidad y para impedir que muchos casos de corrupción terminen con el procesamiento y posterior condena de simples chivos expiatorios o culpables de escaso peso y jerarquía en la cadena delictiva. Son estos personajes los más proclives a "arrepentirse", pues advierten que sólo ellos irán a prisión, mientras los verdaderos responsables son protegidos.
Por eso, la no incorporación de la figura del arrepentido al nuevo Código Procesal Penal tiende a reforzar la impunidad y a impedir que las investigaciones lleguen a los cabecillas de las organizaciones criminales y a los ideólogos de los grandes delitos.