El acceso a museos públicos
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Las viejas controversias académicas acerca del papel que cumplen los museos en las sociedades modernas parecen, por el momento, haber cesado. Superadas las etapas en las que se los consideró santuario de las musas y a partir de la existencia de los primeros museos públicos, a mediados del siglo XVII, durante bastante tiempo se discutió acerca de su carácter y naturaleza. Hubo quienes exigieron que esos establecimientos tuvieran propósitos educativos y meramente estéticos, mientras otros sostenían la necesidad de que constituyeran centros culturales para todos los sectores de la población. De alguna manera, ese debate reflejó un conflicto, no necesariamente limitado a los museos, entre elitismo y cultura de masas.
En 1989, el Consejo Internacional de Museos (ICOM) elaboró una definición de museos en la que, entre otros aspectos, se enfatiza su papel de “instituciones permanentes al servicio de la sociedad y de su desarrollo”. A nadie puede escapar, además, que los museos tienen un aspecto “sancionatorio” en cuanto pueden establecer el canon estético de una sociedad determinada y, más aun, fijar una visión política particular sobre la historia común de la comunidad en la que operan. De ahí la necesidad de que la conducción de los museos revista carácter profesional (para evitar su conversión en meros repositorios de objetos varios o la distorsión ideologizada de sus objetivos) y estén dotados de presupuestos acordes con aquella función tan delicada.
Ante la polémica desatada en los últimos días, habría que señalar que las leyes argentinas otorgan a las autoridades de los museos y a sus asociaciones de amigos un marco de actuación amplio y flexible. Este, desde 1967, les permite implantar “un régimen de tarifas y aranceles destinado a contribuir a la adquisición de obras artísticas, históricas o científicas y a la conservación, ampliación, equipamiento, refacción y modernización de los edificios y recintos en que funcionan”. Estas facultades deben ser ejercidas razonablemente, para evitar, por un lado, que la pauperización de sus colecciones los convierta en instituciones vetustas y ajenas a la vibración cultural que distingue a la sociedad argentina y, por el otro, que se constituyan en cenáculos cerrados al acceso masivo de público.
La cuestión de arancelar el ingreso a los museos públicos –una práctica común en muchos países, que también contempla días de acceso gratuito– es solo una pequeña parte de lo que debe constituir una política cultural integral, que contemple no solo la preservación de valores históricos y artísticos –amén de la definición de qué debe entenderse por tales–, sino también el aspecto necesariamente educativo que esas instituciones deben desempeñar.