La acusación contra un médico que se opuso a interrumpir un embarazo de 22 semanas y que ayudó a salvar dos vidas resulta infundada
A lo largo de la historia, el tema de la objeción de conciencia, esto es, la resistencia al cumplimiento de un deber jurídico por considerar que violenta las propias creencias o convicciones, adquirió fama con casos como el del martirio de Tomás Moro o el de Sócrates, quien prefirió morir antes que cometer una injusticia, o el de Antígona, frente a la imposición del tirano Creonte. A veces incluso algunos soldados se opusieron a ir al frente de batalla no porque rechazaran defender a su nación, sino porque sostenían que lo harían desde cualquier posición que no implicara correr el riesgo de matar a un semejante. En nuestro país, mientras el servicio militar fue obligatorio, en el caso "Portillo", la Corte Suprema de Justicia reconoció jerarquía constitucional al derecho a la objeción de conciencia que cuestionaba la obligatoriedad de esa prestación del demandante.
Asistimos hoy a variadas corrientes de pensamiento que proponen prácticas supuestamente sanitarias con fines dignos de entrar en conflicto con las convicciones de más de un profesional. Se proponen así procedimientos como la eutanasia, la esterilización permanente o la interrupción legal del embarazo, por solo mencionar algunos, que colisionan con concepciones morales, religiosas o de la esfera de la intimidad. Y quienes creen en el respeto irrestricto del derecho a la vida y de los dictados de la naturaleza han contribuido al desarrollo del derecho a la objeción de conciencia de quienes se resisten a ser obligados a obrar en contra de sus convicciones personales esgrimiendo, frente a la norma que les impone esas conductas, su derecho individual, humano y personalísimo, sus creencias o convicciones.
En estos días ha dado comienzo en Cipolletti, provincia de Río Negro, el juicio contra el doctor Leandro Rodríguez Lastra, jefe del Servicio de Ginecología del Hospital Pedro Moguillansky, ginecólogo acusado de supuestamente no haber permitido un aborto no punible en 2017 a una joven violada de 19 años. Cursando un avanzado embarazo de 22 semanas de gestación, con un bebé vivo de más de 500 gramos de peso, la joven ingresó al hospital por derivación con fuertes dolores y contracciones, aduciendo que había ingerido pastillas abortivas provistas por una red que "asiste" a mujeres que desean abortar. Manifestó que se trataba de un embarazo no deseado, pero no refirió violación, algo que recién luego compartió con las asistentes sociales. Ante este cuadro, por temor a que la paciente presentara un aborto séptico, el profesional ordenó estudios que confirmaron el riesgo de vida e indicó antibióticos para estabilizarla, luego de lo cual ella permaneció sedada varias semanas, a la espera de un informe psiquiátrico y de la autorización judicial para concretar la interrupción del embarazo por violación, tal como fija la ley, aun cuando claramente lo avanzado de la gestación ya no permitía pensar en un aborto. Una junta médica dispuso la fecha de cesárea a los siete meses y medio para que el bebé tuviera mayor posibilidad de vida, y una vez nacido fuera entregado en adopción. Tanto el Ministerio de Salud como la jueza de familia estuvieron también de acuerdo con no interrumpir el embarazo y dar al bebé en adopción.
Quien presenta la denuncia contra el médico no fue la joven ni nadie de su entorno, sino la diputada provincial Marta Milesi (Juntos Somos Río Negro), pediatra y autora de un proyecto de ley de aborto no punible en Río Negro, quien lo acusó de faltar a sus deberes, desconociendo que una norma provincial no puede obligar al médico a incurrir en un delito penado a nivel nacional, por norma de mayor jerarquía. Por su parte, unos 30 legisladores, representantes de 16 provincias, expresaron su respaldo al médico ante el inicio del juicio.
La pena, de uno a dos años, para el delito imputado al profesional es excarcelable, pero puede implicar su inhabilitación profesional.
Resulta a todas luces incomprensible la persecución de la que se ha hecho víctima al médico, no solo porque no mató a nadie, sino porque de hecho salvó la vida de la joven y también la de su bebé, que tiene hoy dos años y fue adoptado. Los reclamos y denuncias como la referida desde posiciones ideologizadas extremas evidencian tristemente el poco valor que algunos asignan a la vida. No se buscó condenar al violador ni a quienes proveyeron las pastillas abortivas sin tener la idoneidad para medicar; fallaron también la prevención y la asistencia a la joven. En el afán por mediatizar la cuestión, se pasa incluso por alto que lo avanzado del embarazo ni siquiera permitía encuadrar el caso dentro del protocolo fijado por la ley provincial, acusando al profesional de no haberse registrado como objetor de conciencia a la fecha de los hechos.
La discusión sobre la interrupción legal del embarazo que tuvo lugar en nuestro país durante 2018, en la que felizmente primó el derecho a la vida de las personas por nacer, puso sobre el tapete la posibilidad de que los profesionales de la salud resistieran normas imperativas que los obligaran a contrariar lo que su conciencia les dictaba, dando lugar a la posibilidad de objetar ese mandato legal contrario a sus convicciones y resistirlo, tanto en el plano personal como institucional o colectivo.
El sano afán de servir a la salud del prójimo de acuerdo con premisas esenciales no puede castigarse. La denuncia contra el doctor Rodríguez Lastra carece de sustento formal, jurídico o médico, por cuanto actuó en consonancia con el juramento hipocrático y el respeto a la jerarquía de las leyes vigentes. El caso sentará un claro precedente que debe fundarse en razones de justicia y no de ideología. No siendo este un tema sencillo, no cabe duda de que los derechos del profesional deben ser priorizados frente a imputaciones de este tenor para no caer en una desvalorización de su labor ni en un peligroso menosprecio por la vida.
LA NACION